Cultura

La fastidiosa intolerancia de lo "correcto"

A estas alturas, con todo lo visto y lo que presumiblemente veremos en los meses siguientes (previos a un año decisivo electoralmente, como lo será el 2018), cada vez tengo más y mejores oportunidades para suscribir lo dicho por Ortega y Gasset: “Ser de la izquierda es como ser de la derecha, una de las infinitas maneras que el hombre puede elegir para ser un imbécil: ambas, en efecto, son formas de la hemiplejía moral”.

Pero ahora que derechas e izquierdas se hallan hermanadas por la corrección política, y que disputan quién distingue con más absurda zalamería a las y los concurrentes a sus actos, o quién tiene más iniciativas para prohibir cosas que supuesta o realmente hieren, afectan o incomodan a otros —todo con ese lenguaje y formas que intentan renombrar la realidad para presentárnosla bonita—, creo que debemos parafrasear al filósofo español en el sentido de que ser políticamente correcto es una de las tantas posibilidades de ser estúpido.

En Inglaterra, donde más saben del tema porque lo padecen hasta llegar al ridículo, las universidades (¡sí, las más abiertas instancias creadas para el libre intercambio de las ideas!) encaran un sinnúmero de mordazas y limitaciones que ponen en peligro, por lo menos, la libertad de cátedra, investigación y expresión.

Así me entero, por ejemplo, de que en su más reciente arrebato de correcta irracionalidad el sindicato de estudiantes de la Escuela de Estudios Orientales y Africanos de la Universidad de Londres (que, en teoría, estaría lejos de lo que aquí llamamos coloquialmente universidades patito), plantea que se eliminen del programa de estudios a los “filósofos blancos”. ¿Quiénes son esos señores? Muy fácil: las mejores mentes de Occidente, aunque algunos fueran más blancos que otros: Leibnitz, Kant, Descartes y el mismísimo Platón, figuras sin las cuales resultaría imposible hablar de filosofía en serio.

En la mente progre de estos pervertidos sindicalistas, hay, no obstante, un momento de apertura y condescienden generosamente con una posibilidad: en caso de que sea imprescindible estudiar a algunos filósofos blancos, se tendrá que hacer invariablemente “desde un punto de vista crítico”. Ahora bien, si alguno de estos pensadores blancos perteneciera a una época como la Ilustración, entonces debe (académicamente) ponerse hincapié en que fue un intelectual favorecido por el contexto de explotación colonialista. Ni más ni menos.

La meta de la agrupación estudiantil en este curso 2017, expuesta sin rubor por su líder, un tal Ali Habid, no podía ser más elevada: “Descolonizar el sindicato” y abordar “el legado cultural y epistemológico del colonialismo dentro de nuestra universidad”.

Puedo imaginar perfectamente a estos singulares sindicalistas como aventajados estudiantes de la Universidad de Pekín en la época de la Revolución cultural, el siniestro experimento maoísta que condujo literalmente al analfabetismo y a campos de reeducación, cuando no a la muerte, a millones de chinos. Ahí puedo imaginarlos. ¿Pero en la Universidad de Londres? Ver para creer.

En otras universidades del mundo anglosajón las cosas no andan mejor. En la de Glasgow se ha creído pertinente poner avisos que previenen a los estudiantes de primero de Teología sobre lo impactantes que pueden resultarles las imágenes de la crucifixión; en otras donde se estudia literatura ya ha habido gente que se queja por lecturas como La divina comedia o El paraíso perdido, porque algunos pasajes les parecen muy fuertes. Y así por el estilo.

Más allá de los centros de estudio, la sociedad en muchas partes está entrando a nuevas formas de fundamentalismo que muchos se suponen correctas. Las acusaciones de racismo, homofobia, maltrato animal o cualquier forma de presunta discriminación se han multiplicado, y lo que antes hubiera parecido una broma de hipersensibilidad comienza a ser una grotesca realidad.

¿Somos con todas estas denuncias y actuaciones paranoicas mejores sociedades? Lo dudo mucho. El lenguaje obsesivo donde las mujeres son “miembras” esenciales de la comunidad, nomás no consigue que las ancianas sean tratadas con alguna deferencia ni siquiera por las mismas mujeres (incapaces en su gran mayoría de cederle el asiento a aquellas en el transporte público); lo mismo que el animalismo chillón, que tampoco consigue evitar el mayor maltrato y sufrimiento de los animales (infligido a éstos precisamente por los que los “adoran”, sus dueños, que pueden por ejemplo dejar a sus perros, enormes para los departamentos promedio, encerrados aullando durante todo el día).

Tenemos además la imposición de innumerables reglas, lenguaje y formas que la corrección impone de la manera más nefasta, atentando en no pocas ocasiones contra libertades y derechos fundamentales. Pero quizás el hecho más grave es que al final lo único que han conseguido en muchos casos es que prospere el hartazgo y que surjan un montón de brutos (ver el caso de Trump) que acceden al poder a pesar de ser denunciados ampliamente como machistas, acosadores, discriminadores o incorrectos en todo su lenguaje público.

Lo dicho: de buenas (y correctas) intenciones está empedrado el camino al infierno.

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Ariel González Jiménez
  • Ariel González Jiménez
Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de Notivox DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
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