El motor de las "fake news"

  • El motor de las "fake news"
  • Editorial Milenio

En términos conceptuales, es posible definir la verdad como aquello que no podemos cambiar; en términos metafóricos, es el suelo que pisamos y el cielo que se extiende sobre nuestras cabezas.

Hannah Arendt

Extraño tiempo este cuando las fake news son nombradas y condenadas como si fueran una novedad histórica. Obviamente no lo son, si bien su difusión es potenciada por las plataformas tecnológicas de hoy, Pero siempre han estado ahí, desde que los hombres primitivos hacían caso de rumores o de las presunciones más absurdas de sus sacerdotes y brujos; desde que los tiranos y gobernantes de la Antigüedad descubrieron la conveniencia de propalar temores infundados frente a los cuales ellos fueran siempre los que tenían la solución a los problemas o la fórmula para proteger a su pueblo. Y qué decir de la propaganda política o bélica, que siempre ha sido decisiva para influir en los acontecimientos o determinar una victoria.

Parecen nuevas porque todo mundo habla de ellas justo en donde anidan: internet. Donald Trump dice detestarlas y todos los días hace un tuit al respecto, Meryl Streep habla de combatirlas y Putin es visto (y presiento que le divierte) como un tenebroso fabricador de bulos capaces de hacer perder la presidencia de EU a Hillary Clinton, descarrilar la Unión Europea con el brexit, soliviantar las tendencias separatistas de los catalanes o incluso dar aire a la campaña de Andrés Manuel López Obrador.

Nuevamente el oro de Moscú financia las peores cosas de este mundo. Y cada gobierno puede alegar que todo es culpa de las fake news que propaga día y noche el Kremlin. Lo que al inicio era presentado como el principal soporte de Trump para arribar a la presidencia, ahora es usado por el magnate para señalar que China y Rusia están penetrando en América Latina y vuelve a hablar de la región como si otra vez fuera su patio trasero.

Entre tanto, la verdad se extravía en todas partes. En un mundo con muchas más posibilidades (en teoría) de conocerla o cuando menos acercarnos con certidumbre a la realidad, ésta se nos esconde tras una espesa bruma que es generada, paradójicamente, desde los fantásticos medios que estaban llamados a facilitarnos su acceso.

El imperio de las redes sociales se sobrepone a la república de los medios convencionales. El profesionalismo de éstos (cuando lo hay, claro) es puesto de rodillas ante la avalancha de los likes y los lectores son confundidos con una masa que se entretiene mientras cree informarse (o viceversa).

Sucede lo que apuntaba Manuel Arias Maldonado hace no mucho: “Se ha multiplicado el número de ciudadanos que se encuentran conectados al flujo de noticias, aunque lo esté de una manera inevitablemente superficial. El oscuro secreto de los estudios que aseguran que cada vez son más los ciudadanos que consumen noticias en las redes está en la forma en que se consumen esas noticias. No es un asunto sobre el que sea fácil obtener información: en este terreno impera cierto triunfalismo conforme al cual el acceso del usuario a la información es mucho más relevante que la relación que entabla con ella”.

El proceso de cómo un tema, una consigna o una “información” llegan a ser virales en internet, es algo que algunos gobiernos (el británico, por ejemplo) ya observan con preocupación porque puede tener implicaciones muy importantes para la vida democrática. Al principio ingenuamente se pensaba que el problema eran los anuncios tendenciosos, la publicidad pagada, pero hoy ya ha quedado en evidencia que Facebook, Twitter y Google —los amos de la publicidad en línea— han dispuesto de tal manera su negocio que necesitan incluso de las fake news, por lo menos de las más sabrosas, para mantenernos atentos a las pantallas de nuestros dispositivos. ¿Por pura maldad? No. Porque su negocio es ese. Y lo ha dicho muy bien un estudioso del tema, Luis Garicano, en un artículo en El País: “Para entender esta propagación, es crucial entender los incentivos de los ingenieros y ejecutivos de Facebook, Twitter o Google: se trata de vender publicidad, y para ello es necesario que pasemos mucho tiempo enganchados en sus redes. Nosotros no somos sus clientes, al contrario: nuestra atención es el producto que ellos cosechan, y luego tratan de vender a los anunciantes, sus clientes. Como dice el dicho, “si no pagas, no eres el cliente, eres el producto”. Los algoritmos que diseñan nos observan, aprenden nuestras preferencias, y se van adaptando a ellas. El ingeniero que progresa es el que formula algoritmos para que las noticias, los videos, las fotos que alguien cuelga se extiendan más y mejor por la red, para que se hagan virales...”

Al final, como quiere el pensamiento romántico, la verdad se abrirá paso. Sí, pero va a necesitar que la busquen y la defiendan como nunca antes los medios, los periodistas profesionales y, desde luego, todos aquellos intelectuales que todavía confíen en el pensamiento crítico.

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