Llámeseles “verdades alternativas”, medias verdades, posverdades, bullshit, manipulación de los hechos, fake news o simple y llanamente mentiras, lo cierto es que nunca como hoy una gruesa capa de versiones polarizadas que se presumen ciertas permean el debate público e impiden reconocer con claridad eso que solía ser la verdad.
No es que en otros tiempos la verdad fuera diáfana o estuviera a la vista de todos. Ya sabemos que a ésta nunca ha sido fácil hallarla y, menos aún, mostrarla y defenderla sin que surjan toda clase de cuestionamientos y el escepticismo ideológico o los rechazos que provienen de las más irracionales convicciones. Desde siempre, incluso si uno hace una afirmación lógica y verdadera desde el punto de vista científico como, por ejemplo, “Dios no existe”, inmediatamente surgen mil afirmaciones en contra que se presumen verdaderas “porque sí, porque Dios no podría no existir”; en el mejor de los casos, definitivamente el mundo no puede estar tan desamparado: es imposible que además de cruel, injusto y miserable, este planeta no cuente con el consuelo de un ser superior.
Si bien lo pensamos, las grandes verdades han sido históricamente las más difíciles de aceptar. ¿Cuánto le llevó a la especie humana aceptar la redondez de la Tierra? ¿Y cuánto más que no somos el centro inamovible de nada y mucho menos del universo?
Sin embargo, no estoy seguro que de haber existido internet en esos tiempos la verdad hubiese florecido más rápido. Las imágenes de otros planetas o galaxias en distintas redes y sitios web no hubieran convencido fácilmente a los devotos de la Iglesia, y me imagino que sus promotores hubieran ido a parar de todos modos a la hoguera. Pero estoy seguro de que internet habría sobrevivido, porque la piadosa institución eclesiástica no se hubiera permitido jamás perder tan poderosa herramienta para la propalación de (sus) ideas.
Pero ahora, cuando internet domina la escena, cuando lo importante no parecen ser los hechos sino la impresión que se tiene de ellos, la discusión se ha tornado mucho más ardua y no precisamente sobre temas de estricto interés íntimo (como la existencia de Dios), sino muy en especial sobre casi sobre cualquier asunto público.
En teoría —pero solo en ella— estamos más informados que nunca. Así se sienten millones de personas que consultan todo el día las noticias en Twitter y Facebook: dueños de la comprensión de todo cuanto sucede, a pesar de que muchos de los datos y opiniones ahí aparecidas son con frecuencia desmentidos.
Eli Pariser, en su libro El filtro burbuja, examina cómo desde plataformas como Facebook y Google se está produciendo una sofisticada filtración de ideas de tal modo que el lector no batalle con argumentos contrarios a lo que supone o cree; así, solo termina consumiendo ideas que le son afines. Esta uniformidad, que se gesta en diversas plataformas, atenta directamente contra la vida democrática, la cual requiere, como señala el propio Pariser, “que los ciudadanos vean las cosas desde otros puntos de vista… pero en lugar de eso estamos cada vez más cerrados en nuestras burbujas”.
Cada burbuja es un mundo, podría decirse hoy, pero eso solo es la réplica de una ilusión, como demuestra Pariser, puesto que las grandes plataformas informativas de internet se encargan de seleccionar algorítmicamente por nosotros los puntos de vista más fiables, convincentes o que están en la cresta de una tendencia muchas veces estimulada por las propias redes.
Los intentos por relativizar la verdad son innumerables. Ya desde la antigüedad algunos sabios griegos argumentaron la imposibilidad de conocerla; una herencia popular de ellos es cercana al planteamiento de que “cada cabeza es un mundo”, aparentemente plural pero indiferente hacia el problema de cómo conocer lo que es, lo que pasó, lo que hace a la sustancia de las cosas.
Los medios de comunicación, obligados a buscarla, saben que la subjetividad siempre está presente, pero que precisamente por eso hay que hacer todo lo posible para acercarse lo más objetivamente a ella. Los medios de papel, cada vez menos leídos, han dejado el terreno libre a las versiones virtuales de un montón de espacios dizque noticiosos (las páginas web dedicadas a la información seria también van de retirada) pero que privilegian en la mayoría de los casos el amarillismo, el espectáculo y la banalidad.
¿Es imposible saber lo que pasa? ¿Estamos condenados a vivir en burbujas? No lo creo. Y por eso es que el periodismo profesional sigue siendo indispensable, justamente para contextualizar, ofrecer referentes, contrastar las versiones existentes, acercarnos a fuentes confirmadas y obtener datos veraces. Aunque haya quienes cómodamente descalifiquen a este periodismo por atentar contra sus burbujas de verdad.