Por: Héctor Ríos González
Ilustración: Patricio Betteo, cortesía de Nexos
En las novelas de William Lee —seudónimo que Burroughs tuvo que usar al inicio de su carrera literaria— desfilan drogadictos dispuestos a hacer cualquier cosa con tal de conseguir su dosis diaria. Para ello transgreden la ley: roban a borrachos dormidos en el metro, se vuelven soplones, ruegan grotescamente por un pinchazo, se prostituyen, sobornan a médicos para conseguir recetas, trafican con droga en los cafés, en la calle, en sus casas, afuera del templo de nuestra Señora de Chalma; se alienan y se degradan, experimentan el infierno hasta enloquecer, desafían a la muerte, o incluso, la procuran. En la novela Yonqui, cuando preguntan al Sr. Lee, alter ego de Burroughs, por qué siente la necesidad de consumir droga, él responde: “La necesito para salir de la cama por las mañanas, para afeitarme y para tomar el desayuno”. Este personaje también cree que el uso de la droga causa una alteración permanente: “Una vez junkie, siempre junkie”. El vicio entonces no resulta un fracaso o una imperfección de la naturaleza, sino una forma de autonomía sobre la represión pasional ejercida por la civilización; una posibilidad de coexistencia a partir de la elección de travesías tóxicas y reveladoras: “He aprendido la ecuación de la droga. La droga no es como el alcohol o la hierba, un medio para incrementar el disfrute de la vida. La droga no proporciona alegría ni bienestar: es una manera de vivir”.