Por: Carlos Tornel
Ilustración: Víctor Solís, cortesía de Nexos
La soberanía energética no sólo se replantea la forma de producción, sino que busca reconfigurar la escala, la propiedad, el uso y la gestión de la energía. Es decir, presenta a la energía como un bien común, no como uno público o privado. Al mismo tiempo, la soberanía cuestiona las escalas y las formas de gestión del sistema energético al evidenciar cómo el sistema actual ejerce un enorme control político y económico mediante el despliegue de la infraestructura energética fósil que ha “energizado” las estructuras políticas, económicas y sociales hegemónicas (desde la democracia y el libre comercio hasta escuelas y hospitales). La soberanía energética se presenta como un proyecto emancipador que promueve la autonomía en la toma de decisiones sobre la energía, a la vez que propone un modelo de generación y distribución más justo sobre el control, el uso y los efectos de dicha energía. A diferencia de la seguridad, en donde el único actor importante es el Estado y en donde no existe un espacio de desacuerdo sobre el uso, las formas y el propósito de la energía, la soberanía energética pone al centro a las comunidades y la lucha por la autonomía y la autogestión.