Por Estefanía Vela
Ilustración: Patricio Betteo
Es común, cuando se aborda la desigualdad de género, referir a una serie de estereotipos que se tienen sobre los hombres y las mujeres, como el “corazón” del problema. La desigualdad de género, se dice, está montada en una visión muy particular sobre las personas, a saber: que el cuerpo con el que naces determina la identidad que adoptas, la personalidad que desarrollas, los intereses que tienes, el papel que juegas y el lugar que ocupas en la sociedad. En México, ningún documento normativo ha capturado de manera tan nítida esta concepción como la Epístola de Melchor Ocampo, que se le leía a las parejas al momento de casarse: el hombre es fuerte y valiente y la mujer es débil, delicada y sensible y, por lo mismo, a él le toca la protección, el alimento y la dirección; mientras que a ella la obediencia, el consuelo y el cuidado. El hombre tiene un carácter brusco y es a la mujer a la que le corresponde contenerlo. A él le toca manejar el gobierno y el mundo del trabajo y a ella el día a día de la casa, incluyendo, por supuesto, a los niños. Él es sujeto de derechos; ella es, en el mejor escenario, objeto de tutela.