Por: Paloma Villagómez
Ilustración: Adriana Quezada, cortesía de Nexos
A pesar de su importancia, durante la emergencia sanitaria la seguridad alimentaria de los hogares pareció ser una prioridad difusa en las estrategias de protección o amortiguamiento de los gobiernos, que desplegaron, en el mejor de los casos, seguros de desempleo o programas extraordinarios de transferencias monetarias que, destinadas a hogares o negocios, tenían el propósito de paliar la pérdida de ingresos derivada del confinamiento y el cierre de actividades económicas. Si bien la alimentación fue considerada una actividad esencial que permanecería disponible, y se supuso que las transferencias públicas apoyarían el acceso a alimentos, la inestabilidad e insuficiencia de los montos no compensaron la pérdida de ingresos y ciertamente tampoco evitaron que la solicitud de asistencia alimentaria en especie —al menos en países donde está organizada— aumentara considerablemente. En nuestro país, como es sabido, la respuesta del gobierno se limitó al adelanto de la dispersión de transferencias monetarias de programas preexistentes y a la creación de créditos para (algunos) micronegocios. El apoyo a la alimentación en especie quedó en manos de iniciativas locales consistentes en despensas de no perecederos o la activación de comedores populares que, donde no existían antes como una medida institucionalizada, operaron de manera inestable y por poco tiempo.