Hace unos días, durante el fin de semana feriado en Estados Unidos por el natalicio de Martin Luther King Jr., la consultora PwC anunció la eliminación de algunas de sus políticas de diversidad. Los criterios basados en la raza ya no se utilizará para otorgar becas o plazas en los programas de pasantías.
Quizás fue un momento extraño para el anuncio, pero reflejó una tendencia estadunidense más amplia. Desde la decisión de la Corte Suprema en junio pasado de revertir la discriminación positiva, muchas empresas están reconsiderando sus estrategias DEI (diversidad, equidad e inclusión).
Seamos claros: nadie duda de los beneficios de una fuerza laboral diversa. Hay una gran cantidad de investigaciones a largo plazo que muestran que cuando es más alta esta diversidad, sobre todo en los equipos ejecutivos, las empresas son más rentables. Eso es obvio. Si su personal refleja una base de clientes y proveedores cada vez más diversa, a su organización le irá mejor en el mercado. El problema es que en los últimos años, DEI a menudo se ha vuelto demasiado politizado y transformado, en especial en Estados Unidos.
En la última década, tras el surgimiento del movimiento Black Lives Matter y su aceleración luego del asesinato de George Floyd en 2020 por un oficial de policía en Minneapolis, las empresas “se subieron al carro de DEI”, como lo expresa Diana Scott, directora del Centro de Capital Humano de The Conference Board.
Las empresas gastaron cientos de millones en grandes iniciativas de diversidad, capacitación sobre prejuicios inconscientes y campañas de relaciones públicas vinculadas a la política de identidad. “Pero no pensaron las cosas muy bien”, señala Scott. “¿Qué significa realmente todo esto? ¿Cuál es el argumento comercial? ¿Podemos cuantificarlo?”
Scott y otros expertos en DEI afirman que no son solo los activistas conservadores que se opusieron al llamado “despertar” de los campus presentan demandas legales contra los programas de DEI de las empresas, sino que “los consejos de administración piden los resultados de estos programas y, en muchos casos, las empresas no pueden cuantificarlos”.
Esto refleja algo que se ha convertido en un fenómeno endémico en muchos lugares de trabajo en los últimos años: una actitud acrítica hacia la inclusión sin una comunicación clara y basada en hechos sobre las métricas que importan: compromiso, retención, estrategias de promoción, canales de liderazgo y claridad sobre cómo todo esto se relaciona con los objetivos comerciales centrales de la empresa. Otro correo electrónico de recursos humanos sobre la hora feliz para celebrar un día de identidad concreto no es suficiente.
Las cosas están a punto de cambiar. No solo ha cambiado el panorama jurídico en Estados Unidos, sino que los vientos culturales también están cambiando de dirección. La destitución a principios de enero de Claudine Gay, la primera rectora negra de la Universidad de Harvard, en medio de la preocupación por el antisemitismo en el campus y las acusaciones de plagio, fue un momento significativo. Su apoyo a las políticas de DEI también había alimentado gran parte de las críticas de la derecha.
Es más, la actual volatilidad e incertidumbre económica hace que los líderes empresariales piensen más en ROI (retorno de la inversión) que en DEI. Esto es previsible: cuando los directores ejecutivos perciben la posibilidad de una desaceleración, tienden a centrarse en sus principales propuestas empresariales.
Aunque esto no significa que las empresas vayan a deshacerse por completo de sus programas de diversidad (ninguno de los encuestados en un reciente estudio de Conference Board dijo que iba a reducir sus estrategias de inclusión en 2024), es evidente que están cambiando su enfoque. Las cuotas —siempre polémicas y ahora legalmente dudosas— están descartadas. Se han introducido métricas claras para los consejos de administración.
Esto puede ser bueno para la inclusión a largo plazo. Una de las cuestiones que ocupará un lugar central en la lucha de las empresas contra la inflación es cómo conseguir y conservar los mejores talentos en un mercado laboral muy ajustado. Ello les obligará a dejar de lado la actividad meramente interpretativa y a hacer un verdadero examen de conciencia sobre la manera de conseguir la diversidad.
Scott recuerda una empresa con la que trabajó hace tiempo y que se sorprendió al descubrir que clasificaba de manera sistemática a las empleadas por encima de los hombres en cuanto a rendimiento, pero por debajo en cuanto a potencial. ¿Por qué? Resultó que los jefes varones tendían a dar por sentado que las mujeres en edad fértil o con familia no querrían que las tomaran en cuenta para determinados tipos de puestos, por ejemplo, trabajos de cara al cliente con muchos viajes. En consecuencia, no les preguntaban si querían solicitarlos, ni pensaban en cómo hacer que esos puestos funcionaran para un grupo más amplio de empleados. Esto sí que es un sesgo cognitivo.
Luego está la cuestión de qué es o será la diversidad, sobre todo en un país como Estados Unidos, que podrá ser “mayormente minotirtario” en 2045. O cómo deben planteárselo las empresas internacionales que operan en países con distintas definiciones de diversidad. ¿Deben utilizar la definición que sea políticamente popular en un lugar determinado? Es fácil ver lo resbaladiza que puede volverse la conversación.
Por eso creo que, al igual que el rechazo de la Corte Suprema de EU a la discriminación positiva supuso una oportunidad para que las universidades reflexionaran de manera más profunda y honrada sobre la identidad y la inclusión, este será un buen momento para que las empresas también lo hagan.
Deberían centrarse en la verdad fundamental: las empresas inteligentes se hacen atractivas para el mayor número posible de personas con talento, no mediante señales de virtud, sino creando oportunidades reales para muchos. Hacerlo es bueno no solo para la inclusión, sino también para los negocios.
