Para llegar hasta el ferry que cruza el mítico río San Francisco, entre las ciudades gemelas de Petrolina y Juazeiro, hay que atravesar a pie un largo trecho de piedras y arena. "¡Nunca lo he visto tan bajo!", exclama Harald Schistek, presidente del Instituto Regional para la Agricultura Adaptada (IRPAA), quien trabaja desde hace 30 años en la región semiárida del Nordeste de Brasil.
La sequía que desde hace un año castiga a Brasil —irónicamente el país sudamericano con mayores reservas de agua dulce— cobra sus víctimas por doquier: en la megalópolis de San Pablo queda prohibido lavar carros, llenar piscinas o regar el jardín; en Río de Janeiro el gobierno hace campañas de sensibilización que animan, entre otras cosas, a orinarse en la ducha; en el campo de Goiás se secan cultivos de soya y se mueren los animales, y en el embalse de Sobradinho, el mayor de Sudamérica, a pocos kilómetros de Petrolina y Juazeiro, las autoridades quitaron el medidor para que los visitantes no se dieran cuenta del nivel crítico del agua.
"Está en un mínimo histórico", considera Schistek a pura vista. Las cifras del caudal de agua y de su calidad no son accesibles al público porque el río San Francisco es una carta estratégica en el desarrollo económico de Brasil. Desde su nacimiento en Minas Gerais recorre casi tres mil kilómetros, cruza cinco estados brasileños, alimenta nueve hidroeléctricas e irriga decenas de miles de hectáreas de cultivos de exportación como mango, uva, plátano y caña de azúcar. Unas 40 millones de personas dependen de él.
Además, 200 kilómetros río abajo se efectúa una de las publicitadas megaobras del gobierno del izquierdista Partido de los Trabajadores (PT): la transposición del río San Francisco, uno de los 50 proyectos de infraestructura más grandes del mundo, se ufana la presidenta Dilma Rousseff. Y un viejo sueño de Brasil: ya el emperador Dom Pedro II coqueteaba en el siglo XIX con la idea de desviar las aguas del río para el semiárido Nordeste.
Los gobiernos militares, impulsores de otras megaobras como la carretera Transamazónica, tenían planes similares que luego heredaron los gobiernos democráticos. Irónicamente, fue Luiz Inácio Lula da Silva, del PT, un hijo del Nordeste, quien inició la obra, con las arcas llenas por la bonanza económica y en contra de la fuerte resistencia de su base electoral. Los pequeños campesinos, organizados por el obispo Flávio Cappio, hicieron marchas, huelgas de hambre y recurrieron a la justicia para detener lo que consideraban "un crimen ambiental en beneficio de las grandes empresas" y "una loca aventura financiera". "Yo no necesito un canal", sentencia el campesino Pedro Duarte en Cachoerinho, pueblito escondido dentro del matorral a una docena de kilómetros del río. "Yo vivo de mis cabras, de las frutas silvestres y del pequeño huerto que riego con el agua almacenada en una cisterna de lluvia". En siglos de penuria, luchando contra las sequías, los campesinos han aprendido a lidiar con el clima semiárido. Pero no les hicieron caso y, en 2007, llegaron las primeras retroexcavadoras para construir los gigantescos canales de 700 kilómetros de largo. Fue el inicio de lo que algunos críticos llaman "una megaestafa": hasta ahora, el gobierno ha gastado tres mil millones de dólares, el doble del presupuesto inicial, y la obra tiene cuatro años de retraso. Varias veces quedó parada por problemas técnicos. Muchas paredes de cemento están fisuradas, una investigación del Tribunal de Cuentas hace dos años reveló que hubo una sobrefacturación de 40 millones de dólares y poca transparencia en la entrega de los permisos de construcción. Las 12 empresas fueron citadas por una comisión del Congreso y, después, se archivó la denuncia.
El año pasado, cuando la economía brasileña empezó a ralentizarse —los economistas temen una recesión en 2015— muchos pensaban que se iba a renunciar a algunas megaobras, como le pasó en 2013 al tren de alta velocidad entre San Pablo y Río de Janeiro, cuya licitación fue aplazada sin nueva fecha. Pero la transposición siguió su curso. A principios de año vino el siguiente golpe, cuando estalló el escándalo Petrobras, que involucra a varias de las empresas constructoras más importantes del país, muchas de las cuales trabajan también en la transposición (entre ellas la gigante Odebrecht), en un esquema multimillonario de corrupción y desvío de fondos en contratos públicos. Las empresas bajo investigación quedaron excluidas, por ahora, de hacer nuevos contratos con el Estado. Las cuentas de Petrobras están intervenidas, lo que causa problemas de liquidez a las empresas, ya que disminuyeron los desembolsos del gobierno, que tiene problemas para cerrar sus cuentas por la crisis económica. Hace poco, la empresa Mendes Júnior, una de las acusadas en el escándalo, paró sus trabajos en la transposición y liquidó a dos mil 500 trabajadores. "Nos deben todavía salarios, pero alegan que no tienen plata ni para el combustible", se queja el coordinador del sindicato de la construcción de Pernambuco, Luciano Silva. La prensa regional reportó que los contratistas de la empresa Queiroz Galvao —otra acusada en el escándalo Petrobras— echaron a otros 400 trabajadores alegando que había exceso de mano de obra cuando, según los obreros, los trabajos avanzan muy poco por falta de trabajadores. Las agencias de rating como Fitch, ya rebajaron las calificaciones de las principales constructoras de Brasil y temen casos de insolvencia. El Ministerio de la Integración, sin embargo, considera estos problemas como pasajeros, afirmando que 70 por ciento de la obra está terminada y que se inaugurará a principios de 2016.
¿Habrá agua suficiente para abastecer los dos canales? Ledo Bezerra, del Instituto de Investigación Agraria (Embrapa) en Petrolina, es escéptico: "Estoy muy preocupado ya que la evaporación aumenta, la tala de árboles sigue indiscriminadamente y en varios lugares la sedimentación ha creado tantos bancos de arena que casi interrumpen la corriente del río". Según el Embrapa, el río perderá 30 por ciento de su caudal en los próximos años debido a efectos como una mayor radiación solar por el cambio climático y destrozos ambientales, que han convertido al emblemático río, objeto de poemas y canciones, en un desastre ecológico.
Un porcentaje cercano al 90 por ciento de las aguas negras de las ciudades aledañas no es tratado antes de ser vertido al río. Los incendios forestales han destruido los bosques cerca del nacimiento y, por la deforestación, varios de sus afluentes se han secado forzando así que la navegación se interrumpa. Los investigadores exigen, hasta ahora en vano, un replanteamiento de la obra. "Aún así, el gobierno va a terminar", vaticina Cicero Félix dos Santos, director de IRPAA. No solamente por orgullo y necedad política: "Hay un plan mayor detrás que consiste en la integración de todas las cuencas de agua dulce", cree dos Santos. "Que el río San Francisco esté casi muerto, es el argumento ideal para empezar su integración con el río Tocantins y la subcuenca amazónica para finalmente privatizar las aguas dulces del país", comenta. Hay otra megaobra a la vista.