Podría comenzar a hacer el recuento de sus peleas casi en cualquier época de sus glorias fílmicas. Incluso podríamos ponerlos a competir en la actualidad, con sus estatuas. El bronce de Cantinflas (Ponzanelli) custodiando el Hospital Obregón, en la colonia Roma, enfrenta al pasito de swing en que se halla perpetuado Tin Tan (De la Peña, 2006) entre los macetones de Génova, en la Zona Rosa.
Hay otros ejemplos: la misma impostura sostenida en el pie izquierdo de Tin Tan (De la Peña, 2004) te sale al encuentro en la costera del viejo Acapulco, mientras que Cantinflas (Peraza y Ojeda, 1985) saluda en la Plaza de Toros México con el solemne pie derecho del paseíllo de matadores en la entrada principal.
Siempre se ha discutido cuál de los dos es mejor (di con quién ríes y te diré quién eres). Los productores, beneficiarios principales de las dos carreras, siempre supieron mantener encendido el debate. No obstante poco se sabe que ellos mismos llegaron a usar sus películas como campo de batalla.
PRIMER ROUND: LAS RISAS
De 1949 a 1951, Germán Valdés Tin Tan, protagonizó 13 filmes. El interés principal entre sus productores era bajar de las alturas a Mario Moreno Cantinflas, que se había independizado de las grandes firmas de la mal llamada época de oro del cine mexicano. En el mismo tiempo que le tomó a Valdés darse a conocer, con tan solo cinco estrenos, Moreno creció indiscutiblemente siendo —y cobrando— como el consentido.
Tin Tan estrenó al hilo Soy charro de levita y La marca del Zorrillo (Gilberto Martínez Solares, 1949 y 1950). Entonces Posa films, columna vertebral de Mario Moreno and Co. (socios franceses, rusos y estadunidenses), impuso lo que pareciera un intento de respuesta ante la acometida taquillera del pachuco: El siete machos (Delgado, 1950), un inofensivo numerito de Jekyll y Hyde allá en el rancho grande. Las fechas de filmación y estreno hablan por sí solas.
Cantinflas vivía desahogadamente con su marca registrada, pero se hallaba en la búsqueda de un trancazo dramático que lo pusiera en el cielo: ni la horrenda versión de Los tres mosqueteros o la aletargada de Romeo y Julieta (Delgado, 1942 y 1943, respectivamente), ni ninguna de sus caravanas con sombrero ajeno (de El circo falsamente chaplinesco —por dulce—, a la falta de sutileza de El mago, dirigidas también por Miguel M. Delgado, de 1942 a 1948) daban con la nota que quería alcanzar. Para responder con bravura a los alcances de Tin Tan, el peladito de la gabardina tuvo que forzar las cosas y recurrir a uno de sus éxitos pasados. Revivió como pudo El gendarme desconocido (Delgado, 1941) y su “cabalístico” número 777 en El bombero atómico (Delgado, 1951), con el que mandó temporalmente a la lona a Valdés que echaba el bofe en La isla de las mujeres (Baledón, 1952).
SEGUNDO ROUND: EL OFICIO
Al tiempo que las piernas, los cuellos y los vientres de mil mujeres explotaban en las películas de Tin Tan, sus productores intentaban sacarlo del atolladero de las dos semanas de éxito frente a los meses que duraban las exhibiciones de Cantinflas en las mejores salas de la ciudad.
Gregorio Wallerstein analizó la situación y produjo El hombre inquieto (Baledón, 1954), con Joaquín Pardavé, Sara García y Tin Tan, seguro de su éxito. Pero el genio del rechoncho Pardavé iba apagándose (murió apenas un año después), Sarita se encontraba en un impasse y Tin Tan no comprendía lo que la industria exigía de él y actuaba a tontas y a locas. Las aspiraciones artísticas y económicas de Wallerstein acabaron en desastrosas tres semanas en cartelera.
Meses antes del estreno de El hombre inquieto, Valdés consiguió una extraordinaria —por amarga— variación del hambre de Chaplin para Rogelio A. González en El vagabundo; había hecho de nuevo su numerito como gran pachuco para El Indio Fernández en Reportaje; fue Hernán Cortés, Napoleón y Julio César frente a Silvia Pinal en Me traes de un ala; se transformó en El mariachi desconocido para conquistar La Habana; en un cavernícola abigarrado en El bello durmiente, en la comparsa cómica de la famosísima Nínive Cánovas Catita en variados números fofos en un proyecto producido por él mismo, Dios los cría (todas películas dirigidas por Martínez Solares): Tin Tan se deshidrataba con mil proyectos en 1953, mientras que Cantinflas volvía a conquistar la ciudad con Caballero a la medida (Delgado), en la que usó como profiláctico a Wolf Ruvinskis, el forzudo villano que el cine de Valdés legó a la iconografía nacional.
Siempre queriendo agradar a un público cada vez más inquisitivo, Valdés decide robarle un título a Cantinflas y hace trizas la versión de Los tres mosqueteros a los que le suma, en medio de tropezones, un ... y medio (Martínez Solares, 1956). Aprovecha esta película para referirse a su oponente por primera vez. A la mitad de una secuencia: pregunta a su escudero (Pompin Iglesias) si un viejo hostelero no es “pariente de Mario”, pues no había entendido “ni monosílabo” de lo que le había querido decir.
Hasta entonces no había habido una respuesta directa de Valdés frente a los empellones que el personaje de Moreno le propinó en el filme emblema de su decadencia: Si yo fuera diputado (Delgado, 1951). En él, a través de un “educado” melómano que es barbero de barriada, se proponía tundirle al pachuco.
TERCER ROUND: EL PODER
En Si yo fuera diputado, Cantinflas dice que en su peluquería no se atiende a pachucos porque le caen mal. Eso solo es la rúbrica de la metralla, pues enseguida vemos en escena a un Andrés Soler machacado, opacado en un papel castigado de comparsa, lo que era parte de la paliza que Moreno inflingía al cine de Valdés. La inconfundible carraspera de Soler recién había brillado con gracia en su ebrio papel del padrino de El ceniciento (Martínez Solares, 1951), mientras que en Si yo fuera diputado se traducía en un síntoma de su inmoral paso por la vida.
Otra crítica se relaciona con la melomanía “culta” del barbero, que enfrenta a la música de moda del cancionero popular al que siempre recurrió Germán. Cantinflas no solo conduce una orquesta sinfónica interpretando la Rapsodia húngara de Liszt, el personaje igual silba a Rossini, que tararea segmentos de Las bodas de Fígaro de Mozart mientras corta el cabello. Pero el colmo del golpe a su adversario es encarnado por una pareja de infieles que, en una escena idéntica a la de Vitola y Tin Tan haciendo gorgoritos en El rey del barrio (Martínez Solares, 1950), ensayan bel canto severa, inútilmente solemnes: una verdadera lección de alcances vocales con la que el peladito pensaba que el público entendería que Valdés no sabía de música, ni cantaba bien, simplemente payaseaba.
A todo esto, luego de algunos varios años, Valdés vuelve a la refriega con La tijera de oro (Alazraki, 1958), donde hace las veces de un maestro peluquero humanitario (un rey venido a menos) que lejos de pretender empoderarse inmerso en discursos banales y veniales, y sin hacer otro guiño a la película de Moreno más que el del oficio, es martirizado por sus colegas, amigos, nenas y vecinos hasta el oprobio.
¿Puso la otra mejilla? Nunca. El detalle está al final. Tina Tan cancela el happy end con un besito impersonal de despedida y vuelve al trabajo como si nada, baja la cortina metálica que, con su estrépito, anula cualquier pretensión de grandeza ética, cualquier sentimentalismo. Mientras que Cantinflas triunfa de nuevo, moralmente vitoreado por un tumulto que lo devora en fáciles aplausos ya hecho diputado, Tin Tan, honesto, se queda con menos de lo que tenía al comenzar el filme. Así en las películas como en la vida.
CUARTO ROUND: LA CANTADA Y LA TOREADA
Como cantante, Valdés poseía un genio hermanado con el del chicano Lalo Guerrero y el del tejano Don Tosti. Grabó alrededor de seis álbumes (aunque cantó más de 200 canciones en sus películas y revistas musicales), sin siquiera pretender más que divertirse. Se puede ir aclarando que lo que Cantinflas es a la bufonada en el ruedo, Tin Tan es a la cantada chusca.
Pero la contienda tiene otros ángulos. Muy al inicio de su carrera, Valdés, vestido de pachuco él y su “cuadrilla” completa, se prestó al juego de las vaquillas, del que no salió bien librado el 31 de marzo de 1945. Tuvo que morder el polvo en una función de toreo cómico que ofrecieron él y Cantinflas, a lado de los actores Jorge Negrete y Manuel Medel, a beneficio de los hijos de los gendarmes de la Ciudad de México en el coso de Insurgentes.
Y Moreno, al final de su carrera, hacia 1983, tuvo las agallas de grabar un álbum completo “con canciones muy bonitas dirigidas a los niños pero para que las entiendan los grandes”, según él mismo sermonea en el comercial que hizo para la televisión promocionando su inusitado experimento sonoro Cantinflas con los niños del mundo, que acabaría retirando del mercado por cuenta propia.
QUINTO ROUND: ACAPULCAZO
Mario Moreno sorteó las posibilidades de comerse el Acapulco tintanesco. Queriéndose burlar de la onírica postal de Simbad el mareado (Martínez Solares, 1951), protagoniza El Bolero de Raquel (Delgado, 1956), lastimosa versión de El chico (Chaplin, 1919), en donde va tras fortuna ociosa a la Perla del Pacífico con el hijo de un compadre finado, quien lleva consigo dos o tres frases en el guión que repite a lo largo del filme (y todas incluyen la palabra “¡padrino!”, así con signos de admiración).
En la película, un bolero busca trabajo en las albercas y la playa... Tiene que abusar un poco de la publicidad (la película se presenta como la primera producción a color del cómico) y algunos “efectos especiales” para aventarse de La Quebrada y huir rumbo a la Ciudad de México, calculando que, habiendo exhibido la vorágine del mundo playero en el que tan bien se desenvolvía Tin Tan, daba una lección a su contrincante.
Cantinflas fue una creatura del asfalto, un mito que solo funciona en el decorado de la vecindad, de las calles y, siempre de mejor modo, en close-up y de noche. Su estancia en Acapulco solo se puede entender como una provocación al sol y al mar que sí le sonreían a los cuerpos femeninos que alocaban a Tin Tan, y que acabarían, en 1972, consumiéndoselo en sus fabulaciones de Capitán Mantarraya, melancólicamente dirigida y pobremente producida por él mismo, estrenada después de su muerte como rúbrica de la felicidad que consiguió en aquel puerto, como tributo a la más pueril imaginería que podía desatarse en esas aguas.
Moreno persistió en su apoderamiento del puerto-entraña de Tin Tan sin ningún éxito. Cuando Televisa produjo la serie de dibujos animados Cantinflas show (1972-1982), el primer capítulo fue una desencantada versión del segmento acapulqueño de Los tres caballeros (Ferguson, 1944), viendo a Acapulco como una moneda que lo acreditaba a él, en su altura internacionalista, nada más.
Valdés, en cambio, no usa al puerto como plataforma de promoción personal ni pretexto para demostrar algún vicio o valor humano. En la secuencia inicial de Simbad y al final de su Mantarraya se encuentra las razones por las que Tin Tan se daba gusto exhibiendo Acapulco: porque allá estaba su satisfacción, su tranquilidad, su completa indolencia. Y contra el locus amoenus nada se puede.
REMATE: ASÍ EN EL MURAL COMO EN LA CANTINA
Otro escenario en el que se debatieron una vez más las satisfacciones del público fue el Teatro de Los Insurgentes.
José María Dávila, propietario del teatro, encomendó el mural de la fachada a Diego Rivera y pidió a Cantinflas una obra para su inauguración, en 1953. Uno y otro, cumplieron. Cantinflas actuó —y cobró— como un consagrado en una superproducción llamada Yo, Colón. Y Rivera lo entronizó en su mural El teatro en México.
En 1957, al elevarse el Sputnik, Tin Tan abre su bar El Satélite a lado del Teatro de Los Insurgentes. Valdés decide atraer a la clientela que iba a ver al ungido de Rivera con el simple propósito de desafiarlo, de poner de moda una cantina a lado del gran teatro de moda y reventar sin más, pues el negocio quebró meses después, a fuerza de cheques sin fondos de amigos, o cuentas firmadas por cien carnales del pachucote.
Se cuenta que Mario Moreno se postraba, incrédulo, a ver de lejos cómo la gente salía rebotando de El Satélite, donde sin costo alguno Tin Tan cantaba y bailaba todas las noches frente a una concurrencia que aplaudía, rabiosa.
Ahí estaba un planeta (el Cantinflas del mural), grandioso y ensimismado, fijo y severo, viendo al satélite moviéndose sin fin, dándose cuenta cómo la pequeña piedra que lo acompañaba danzaba eternamente, casi libre, a sus costillas. Tin Tan contra Cantinflas, la batalla total.