El Estadio Azteca es una bomba de ruido con 80 mil gargantas que se desgañitan, pero sólo una persona es incapaz de oírlas. Ese sordo es Miguel Layún. Arrodillado sobre el césped, mientras tiembla bajo la lluvia, sólo escucha su voz interior pedirle a Dios que no le permita fallar el tiro más importante de su vida.
Minutos antes, el lateral del Club América fue elegido por el director técnico Miguel Herrera para tirar el cuarto y definitivo penal de la final contra Cruz Azul en la noche del 26 de mayo de 2013.La elección lo deja sin salidas. Será héroe o villano para siempre.
Layún no escucha. No oye los gritos de los adversarios ni los abucheos de su propia afición que cree que su presencia en el campo es suficiente para descarrilar al equipo hacia la derrota.

Tras dos penales fallados por el rival y tres anotados por su equipo, es su turno de patear. Más de 51 millones de personas que ven el juego por televisión dudan si es capaz de acertar el gol del campeonato. Pero sólo una está absolutamente segura que anotará: su terapeuta Claudia Rivas, quien lo observa desde su casa.

“Yo sabía que iba a ser campeón. Lo vi en esos pocos segundos en que la cámara lo enfocó caminando hacia el manchón penal. Estaba respirando como le enseñé. Estaba haciendo el trabajo que aprendió en terapia”, cuenta Claudia Rivas, psicóloga deportiva con 35 años de carrera, y quien atendió a Miguel Layún por meses para sacarlo de la depresión que le causó ser el blanco de burlas y odio en redes sociales con el hashtag #TodoEsCulpaDeLayún, impulsado por su propia afición.
El resto de la historia está en la enciclopedia del futbol mexicano: Miguel Layún, patea a su izquierda y, aunque resbala, conecta. ¡Gol! Y él corre, frenético y sin rumbo. El equipo lo sigue y detrás van millones de fanáticos azulcremas que se rinden ante él, el héroe improbable y glorioso. Claudia Rivas, desde Toluca, grita y baila con su hija viendo a su paciente alcanzar el cenit del futbol mexicano y regalarle a su equipo un campeonato tras ocho años de sequía.
“Layún es un caso raro. Único. El mexicano que de la derrota en un lugar privilegiado logra ascender hasta la victoria e irse a Europa y ser titular de la Selección Mexicana. Casi siempre es al revés”, cuenta Claudia Rivas.
El verbo “reivindicar” nace en el vocabulario de Miguel Layún al mismo tiempo que germina otro en el diccionario mexicano: “cruzazulear”, es decir, autosabotearse a punto de consumar una victoria segura, perder cuando todo está servido para ganar, tropezar a metros de la meta o la tormenta perfecta. Es el verbo ideal para explicar por qué el Cruz Azul dejó ir la victoria a 120 segundos del pitido final y alargó su agonía hasta morir en penales.
Y porqué la Selección Mexicana se derrumba en el balompié aunque genere condiciones inmejorables para el triunfo.
“Cruzazuleamos”, por ejemplo, cuando en la final de la Copa de Oro 2021 perdemos contra Estados Unidos por un gol al minuto 117. Cuando nos elimina Jamaica en las semifinales de la Copa de Oro 2017 con una anotación a dos minutos del final. Cuando llegamos como favoritos al estadio Levi’s de Santa Clara para disputar los cuartos de final de la Copa América 2016 y nos vapulean 7 - 0 contra Chile. Cuando Argentina nos saca del Mundial 2006 con un zurdazo de Maxi Rodríguez en el primer tiempo extra, después de un juego reñido. El ridículo contra Haití en 2008. Los “aztecazos”. La maldición de los penales contra Bulgaria, Brasil y Alemania.
Es el oxímoron del futbol mexicano: sabernos en el escaño 13 del ranking de la FIFA de las mejores selecciones del mundo —casi empatados con Croacia, tercer lugar en Qatar 2022 y mejores que Uruguay, ganadores dos veces de la Copa del Mundo— y sentirnos los “gigantes de Concacaf”, pero al mismo tiempo reconocernos como “los ratones verdes”, el apodo que acuñó el periodista deportivo Manuel Seyde tras una humillante derrota 4 a 0 contra Trinidad y Tobago, que hizo ver a los jugadores como “medrosos”.
“Culturalmente, los mexicanos tendemos a ser muy competitivos. Competimos por todo. El problema es que no sabemos cooperar. Tenemos una cultura terriblemente individualista. El yo, yo, yo. Inclusive, en ocasiones, en el mexicano —con minúsculas— nos lleva a fastidiar al compañero de equipo”, dice Claudia Rivas, ahora psicóloga deportiva en el club Puebla.

Juan Villoro: el negocio

Pero hay quienes creen que tal conjuro no existe. Que no es verdad que México está condenado como Sísifo a empujar una piedra cuesta arriba sólo para soltarla a punto de llegar a la cima y que ruede hacia abajo una y otra vez. Que hay razones terrenales para explicar por qué perdemos como perdemos. Y corregir.
El escritor Juan Villoro tiene muy claros esos motivos. Uno de ellos es el llamado “negocio de piernas” en el que los clubes mexicanos no ganan dinero conquistando títulos, sino traspasando jugadores de un equipo a otro. Es un gambeteo en el que casi todos ganan a costa de la estabilidad del jugador, desde el promotor que compra o vende deportistas —y se lleva una comisión— hasta entrenadores y directivos con su “moche”.

“El Cruz Azul, donde se ha realizado el crimen de cuello blanco más importante del deporte mexicano, se dedicó durante años a calificar a la liguilla y no ganar con el pretexto de vender sus jugadores. Ser el ‘ya merito’ del futbol mexicano le permitía renovar una plantilla y seguir ganando con el tráfico de jugadores sin ganar un título”, cuenta el autor del libro Balón dividido.
En ese mercado de seres humanos los futbolistas ni siquiera son dueños de sus nombres. Ahí está el caso del seleccionado nacional Jesús Manuel Corona, quien en 2010 debutó en el club Monterrey, cuando el equipo era patrocinado por la cerveza Carta Blanca. Su apellido en la playera, le dijeron, causaba un conflicto al equipo por ser homónimo de una cerveza de la competencia. El “arreglo” fue darle un apodo que sonara a una marca hermana de Carta Blanca. Así nació “El Tecatito”... oriundo de Hermosillo, Sonora.
Otra causa de nuestras derrotas es la estructura de la liga mexicana de futbol. A diferencia de los largos torneos en Europa, en México jugamos competencias cortas que desembocan en una liguilla a la que se entra incluso siendo el octavo lugar en la tabla general. No se premia la consistencia, sino la mediocridad.
Incluso, hemos creado nuestras propias cábalas para justificar esa pequeñez, como esa que promete que el equipo que llega a la liguilla siendo superlíder del torneo nunca será campeón.
“Desde que (César Luis) Menotti fue entrenador de la selección (1991), todos los entrenadores han dicho que México debe regresar a los torneos largos para tener ligas competitivas, porque entonces se pueden probar planes de juego, hacer debutar a jugadores de cantera y tener regularidad en los torneos”, explica Villoro.
“México ha sido campeón mundial sub-17, pero cuando esos jugadores jóvenes llegan a la liga ¡se caen! Porque ahí no hay crecimiento, hay lucro.

“Y no olvidemos a la Selección Nacional. Una de las que más ingresos genera en el mundo, aunque no gane títulos. ¿Para qué tener una buena selección, si siendo mediocre es una de las cinco que más dinero produce en el planeta? El negocio es perfecto. Es como las telenovelas: haces telebasura, porque funciona. Haces futbol de mala calidad, porque vende”, plantea Villoro.
Del otro lado de la línea, el escritor termina nuestra charla con una frase que tiene la fuerza de un riflazo afuera del área: "si queremos ver las deficiencias del futbol mexicano no hay que ver la cancha, sino voltear a los palcos de los directivos".
Rubén Omar Romano: los extranjeros
Rubén Omar Romano, el legendario director técnico que sobrevivió a un secuestro en la Ciudad de México, tiene más ideas sobre por qué los mexicanos perdemos en el futbol. Su historial lo hace idóneo para hablar de derrotas y victorias: es uno de los estrategas con mayor prestigio en el país y un asiduo invitado a las liguillas, pero las cuatro veces que ha dirigido una final ha sido derrotado.
“Hay un aumento de extranjeros que influye en la calidad del futbol. A los directores técnicos se les incentiva más a traer jugadores de otros países, muchas veces cuando sus años dorados ya pasaron, por encima de cultivar en la cantera a nuevos talentos. Se importa, pero no se crea”, asegura el ídolo cruzazulino nacido en Argentina.
En pleno año mundialista, esta situación es especialmente dramática: en la Liga MX ya juegan 156 extranjeros, la mayoría argentinos, pero también de países lejanos como Ghana. En el último torneo, la lista de los 40 futbolistas más goleadores incluye a sólo nueve mexicanos, de los cuales tres son naturalizados; el Club Toluca, que en su escudo lleva los colores de la bandera nacional, tiene contratados a nueve extranjeros, lo que redujo en 92 por ciento sus lugares para juveniles nacidos y formados en México.
Los directos técnicos importados desde Europa y Sudamérica tampoco han sido la solución: Bora Milutinović, César Luis Menotti, Ricardo La Volpe, Sven-Göran Eriksson y Juan Carlos Osorio se enfrentaron a la realidad de que sus deslumbrantes análisis que les han dado jugosos contratos como comentaristas deportivos pierden brillo cuando se aplican a la realidad mexicana.
Sus carreras en México también han quitado espacio a directores técnicos nacionales: para el torneo Guardianes 2021, siete de ocho equipos que clasificaron a la liguilla mexicana eran dirigidos por estrategas extranjeros. Para colmo, a ese único mexicano, el del Monterrey, le apodan “El Vasco”.
Y en la era del coronavirus, los directivos del balompié mexicanos encontraron la forma de que un microscópico virus se convirtiera en un gigantesco negocio: a un mes de que la Organización Mundial de la Salud declaró el inicio de la pandemia, la Liga MX suspendió los descensos y ascensos de equipos por cinco años argumentando razones económicas. En resumen, abandonaron a los equipos profesionales chicos para concentrarse en las ganancias que generan los clubes grandes, sacando tarjeta roja al crecimiento de los novatos.
“Lo dijimos. Lo advertimos: la decisión de suspender el ascenso y descenso va a producir una baja en el nivel de juego, ¿a cuántos deportistas con talento los vamos a privar de la oportunidad de jugar en Primera División por un argumento económico?”, se pregunta Romano.
Olallo Rubio: no somos una potencia
Olallo Rubio, productor de la película Ilusión Nacional, que recorre las derrotas y triunfos de la Selección Nacional por los mundiales, tiene otra razón para explicar las caídas de los tricolores: le exigimos demasiado a un conjunto que se ahoga con poca agua en la cancha.
“Creo que le exigimos demasiado a la Selección Mexicana cuando en realidad México está lejos de ser una ‘potencia’ futbolística o deportiva. ¿Por qué insistir en que puede serlo? Porque es un gran negocio hacernos creer cada cuatro años que ‘la Selección Mexicana de Futbol (milagrosamente) triunfará como nunca lo ha hecho antes’. Las grandes corporaciones que se ven beneficiadas de esa ilusión son las responsables de alimentar la fe ciega, lanzando enormes campañas de marketing que inflan a los jugadores y la posible trascendencia de su participación”, asegura.
Un ejemplo de datos duros del desempeño de la Selección Mexicana contra las ensoñaciones que nos hacemos, por ejemplo, con el famoso “quinto partido” es lo que publicó el sitio FiveThirtyEight, un medio especializado en periodismo de datos y en predicción de resultados con base en análisis matemáticos.
Los programadores estudiaron los resultados previos de las selecciones invitadas a Qatar 2022, la eficacia de sus jugadores y su tasa de goleo, entre otras variantes. Así llegaron a la conclusión de que la posibilidad de los dirigidos por el “Tata” Martino de pasar a octavos de final era de 54% y de llegar al “quinto partido” era de apenas 22% , aunque millones lo daban por un hecho.
Y aunque Javier Hernández “El Chicharito” haya acuñado la frase “Imaginemos cosas chingonas” —que después explotaron los patrocinadores del Tricolor— la realidad se impone a la fantasía: estudios con un sistema de inteligencia artificial realizados en la Universidad de Innsbruck, Austria, predijeron que la Copa del Mundo estaría en manos de Brasil o Argentina. Las posibilidades de México de quedarse con ese trofeo en Qatar fue de apenas 0.2 por ciento, al nivel de Túnez.
“Por eso es tan frustrante para una buena parte de la sociedad mexicana recibir ese cheque de realidad en cada Copa del Mundo. Quizá deberíamos ser más realistas y objetivos, no solo con el futbol. Te pueden gustar mucho los cortes argentinos, los choripanes y el chimichurri, pero Argentina no es una potencia gastronómica a diferencia de México o Perú. Cada país tiene sus distintas especialidades y se desarrolla de manera diferente. No es saludable pensar que la selección de futbol de tu país representa a la nación en su totalidad”, explica Olallo Rubio, ícono de la radio en México y aficionado duro del balompié.
Otro factor es la nutrición: dependiendo de su posición en la cancha, un jugador pierde entre uno y tres kilos en cada partido. Un equipo de especialistas en nutrición es esencial. Que sepan que hay que evitar almendras y nueces antes de los juegos porque son grasas y su digestión es más pesada; que amen, por sobre todas las cosas, aguas, bebidas isotónicas, geles, frutas, carbohidratos buenos y proteínas. Y que su religión sean las tres “erres”: rehidratar, regenerar y reparar, como lo manda la FIFA.
Y que hagan una marca personal a los jugadores para evitar episodios negros como aquella fiesta días antes del inicio del Mundial de Rusia 2018, el cual casi cuesta un matrimonio al centrocampista Héctor Herrera: las tres “as”, es decir, alcohol, abuso y ausencia en el campo por elegir la fiesta por encima del entrenamiento.

Adolfo Ríos: la autoestima
Y, a veces, la razón de la derrota es un poco más simple: todo está en la cabeza del jugador.
Lo sabe bien Adolfo Ríos, uno de los mejores porteros que este país ha parido, conocido por ser el demonio de los pateadores de penales. La sola presencia del “Arquero de Cristo” bajo el travesaño reducía la posibilidad de gol para cualquier adversario. Pero no siempre fue así.
Una vertiginosa carrera que comenzó siendo adolescente lo colocó a los 21 años como portero titular de Pumas. La vida resplandecía: los niños le pedían autógrafos, los meseros le ofrecían las mejores mesas en restaurantes y los regalos llegaban sin pedirlos. La gloria parecía alcanzarlo con inusual rapidez: el 3 de julio de 1988 se convertiría en uno de los más jóvenes campeones del futbol mexicano, si el equipo de la UNAM se imponía ante el Club América.
La final de vuelta llegó al mediotiempo con un empate a un gol. Adolfo Ríos sólo necesitaba aguantar 45 minutos más sin recibir dos goles y se convertiría en héroe. Pero los nervios se impusieron al joven arquero, quien a los cuatro minutos del segundo tiempo recibió un gol de cabeza del azulcrema Gonzalo Farfán. Luego cometió un error al no atajar un disparo lejano de Adrián Camacho Solís que terminó al fondo de la portería. Y no pudo detener un penal exitosamente cobrado por Manolo Rodríguez. Los errores de Adolfo Ríos costaron un campeonato.
“Mi autoestima, mi gozo por el futbol ahí se terminaron. Yo pensé en retirarme del futbol con menos de dos años jugando profesionalmente. La gente me agredía en la calle, ponchaban las llantas de mi coche, lo rayaban, me insultaban. Me la pasaba encerrado en mi casa”, cuenta.
La depresión de Adolfo Ríos llegó a tal punto que le contó a su padre que no veía salida para él: volvería a su natal Uruapan, Michoacán, y jamás pisaría una cancha. Su padre le dio un amargo consuelo: en el pueblo también hablaban pestes de ti. No había refugio. Como lo hacen los equipos que ya no tienen algo que perder, el portero tenía que salir al frente.
“La única solución era quedar campeón en el futbol mexicano. Reemplazar mi pasado derrotado por un futuro ganador. Y a eso me dediqué en cuerpo y alma: dejé de tomar alcohol, el cigarro, desvelarme, llegaba una hora antes al entrenamiento y salía una hora después. Se volvió una obsesión: dedicarle ese campeonato faltante a mi familia”.
Diez años después de esa promesa, Adolfo Ríos se convirtió en campeón del futbol mexicano como portero del Necaxa en un partido contra Chivas en 1998.
Claudia Rivas: el compañerismo
Claudia Rivas, la psicóloga deportiva que atendió a Miguel Layún, tiene una explicación: los mexicanos somos competitivos por naturaleza, pero tenemos la mirilla en el lugar equivocado. Para ganar no hay que pensar en la gloria individual, sino en la del conjunto. Adolfo Ríos pensó en sus papás; Miguel Layún en su familia. Y ganaron, pese a todo.
“Salimos en contragolpe, pero no pasamos el balón. Vamos al frente, pero no vemos al compañero. Perdemos tiempo de compensación discutiendo quién hará el tiro libre. Hay una tendencia muy nociva de los mexicanos a sólo figurar en deportes de técnica individual”, dice la hija de Octavio Rivas, considerado el mejor psicólogo deportivo que ha tenido México.
Y es cierto. La mayoría de las grandes épicas deportivas en México han venido de atletas solitarios: los cinturones de Julio César Chávez, la medalla de oro olímpica de Soraya Jiménez, las preseas de la velocista Ana Gabriela Guevara, las cardiacas carreras de Belém Guerrero. Y recientemente los laureles del “Canelo” Álvarez, del “Checo” Pérez y Alexa Moreno en disciplinas particulares.
Hugo Sánchez no pudo patear para México en los fatídicos penales contra Bulgaria en el Mundial del 1994 porque su ego chocó con el del director técnico Miguel Mejía Barón. El goleador Cuauhtémoc Blanco, en su mejor momento, no fue convocado al Mundial de Alemania 2006 por rencillas personales con el estratega La Volpe. Y “Chicharito” se quedó fuera de la lista en Qatar 2022, a pesar de su nivel futbolístico, porque sus compañeros amenazaron con una revuelta en el vestidor si se le daba un lugar en la Selección Mexicana. Lo personal se impone a lo colectivo en el futbol mexicano.
Uno de los casos más dramáticos de individualismo tóxico lo vimos en esta Copa del Mundo: Cristiano Ronaldo, obsesionado con romper el récord de Eusébio como el jugador luso con más anotaciones en un Mundial, hizo un berrinche contra su director técnico, Fernando Santos, por sacarlo al minuto 64 del juego contra Corea del Sur. Su exabrupto le valió iniciar el siguiente juego en la banca, castigado como un niño al que le han quitado el televisor.
Luego se sabría que sin Cristiano Ronaldo, la selección portuguesa se sentía más cómoda. Despojados de la presión de pasar todos los balones ofensivos a los pies del CR7, abrieron espacios y fluyó su creatividad. El juego contra Suiza lo ganaron 6 a 1. El siguiente, con Cristiano Ronaldo de nuevo en la cancha, fueron eliminados por un improbable ganador: Marruecos.
Esa selección africana, que asombró al planeta como la primera de su continente en llegar a una semifinal, alcanzó el cuarto lugar en el Mundial porque, en palabras de su director técnico —y a diferencia del astro portugués— los jugadores no salieron a la cancha a buscar aplausos para sí mismos.
Pisaron el pasto y dieron todo en cada partido por una idea genial: para incentivarlos, la federación marroquí invitó a las madres de todos los jugadores con la expectativa de que, si las mamás veían a sus hijos en la cancha, nadie dejaría de luchar. A punto de desfallecer, los jugadores daban todo de sí mismos sabiendo que los ojos de su familia los escudriñaban desde las gradas. No peleaban para ellos, sino para ellas.
“Debe gestarse un cambio generacional en el cual los jugadores estén dispuestos a cooperar y estar más preparados para ser independientes, competitivos y cooperativos, que es la mezcla perfecta.
“Pensar esto: aunque yo no tenga minutos de juego y estoy en la banca, ¿qué gano yo, si mi equipo sale campeón? Y creo que lo vimos este Mundial. En la Selección Mexicana hay jugadores que brindaron todo al equipo y otros a los que —sin ser malas personas— no les han enseñado que lo importante es pensar en el otro, hasta para tener más minutos de juego”, remata Claudia Rivas.
La gloria de los jugadores de Marruecos ganando por sus madres es la clave de los triunfos más épicos de este deporte. Es Irán triunfando sobre Estados Unidos en el Mundial de Francia 1998 no por los jugadores, sino por su soberanía. Es Grecia arrebatando la Eurocopa 2004 no para la felicidad propia, sino por la de todos los afectados por la crisis económica a quienes les urgían razones para celebrar. Es Brasil venciendo en este mundial a Corea del Sur como ofrenda para un Pelé agónico. Es Cristiano Ronaldo anotando un gol no para su cuenta personal, sino para su hijo fallecido. Es Diego Armando Maradona ganando contra Inglaterra no por él, sino por las Islas Malvinas. Es disputar un partido para el gozo ajeno, no la egoteca personal.
La ruta para el triunfo mexicano no la hemos trazado nosotros, sino el nuevo campeón del mundo. Es Argentina que se coronó en Qatar bajo un principio cooperativo: ganar para Messi, para su país en crisis económica, para el equipo, siempre para el otro.
La clave del éxito es jugar pensando que la gloria personal no importa, si no hay gloria colectiva. Y no al revés. Ahí está la probable receta para no “cruzazulear” como aquella noche del 26 de mayo de 2013 en el Estadio Azteca. O para nunca más decir que jugamos como nunca y perdimos como siempre.
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