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Zapatillas de ballet

Por cortesía de Anagrama, publicamos dos de las piezas de 'Moriría por ti y otros cuentos perdidos'. Pertenecen a la etapa final en la vida del narrador estadunidense 

En 1923 una familia rusa (medio dedicada al teatro) llega a Ellis Island, donde la detienen indefinidamente. La hija, una joven de dieciocho años, ha pertenecido al Ballet Imperial. Baila para otros pasajeros a los sones de un acordeón, en tercera clase. No sabe nada de Nueva York, y para llamar la atención de un hombre que pasa en una lancha, y que podría ayudarla a entrar en la ciudad antes que sus padres, le tira una zapatilla de ballet vieja.

El joven, que sirvió en la marina, es un intrépido traficante de licores y le dice que si se descuelga por el costado del barco la meterá de contrabando en Nueva York.

Van a la ciudad, pero no pueden volver al día siguiente. Así, la chica pierde a su familia. Él la acompaña en vano a los muelles de desembarque, y, muy triste, ella deduce que sus padres han sido deportados a Europa.

El contrabandista la acompaña a las agencias teatrales y se ocupa de ser su guía en Nueva York. Nada. En una de sus pere­grinaciones, la chica salva del tráfico a una criatura abandonada y, en la operación, se rompe un tobillo. Va al hospital y el con­trabandista se hace cargo de la niña. Pero la chica descubre que no volverá a bailar. El tobillo no lo resistiría.

Al padre, entretanto, se le ha permitido la entrada en los Estados Unidos de América, pero se ha cambiado el nombre, de Krypioski a Kress, aconsejado en la primera secuencia, en el barco y en Ellis Island, por un personaje cómico a quien no se mencionará más en este bosquejo, pero que aparecerá como amigo del padre a lo largo de toda la película. Se trata de un in­dividuo que cree saberlo todo sobre Estados Unidos, pero que nunca se entera de nada. El padre ronda las calles en busca de su hija, con el temor de que se haya convertido en una perdida, y para a otras chicas. Habla algo de inglés y, con el tiempo, se convierte en agente teatral.

Cuando sale del hospital, la heroína ha decidido transformar a la chiquilla en la gran bailarina que ella no ha podido ser. Ella misma pinta el estudio, una especie de granero, y empieza las clases de ballet con la ayuda del contrabandista. El joven ha he­redado una pequeña fábrica de zapatos y se ha vuelto respetable. Pero la chica no se casa con él: su única gran pasión es el ballet y el futuro de la niña, un sucedáneo del suyo.

Pasan seis años y la niña crece. La academia, con esfuerzo, sigue adelante. La gran Pávlova llega a Nueva York, pero ni la chica ni la niña pueden permitirse pagar la entrada para verla. La heroína también se ha cambiado el nombre por consejo de su pretendiente. Ha hablado muchas veces por teléfono con su padre, que le pide que le mande bailarinas para tal o cual ballet, y que no tiene idea de que “Madame Serene” es su propia hija.

La hora del debut de la chiquilla ha llegado. Todo su dinero lo han sacrificado a ese momento. La niña espera en el aparta­mento que comparten en la calle Ciento veinticinco y manda su último par de zapatillas al zapatero porque el antiguo contraban­dista de licores le va a traer otras de su pequeña fábrica. No sabe que, cargado de cajas de zapatos (incluyendo algunas de las za­patillas de ballet que ha hecho), lo ha parado en la calle Cuaren­ta y ocho un policía que quiere que testifique a propósito de un delito menor cometido seis años antes, en los días en que se de­dicaba al contrabando.

El tiempo se acaba. La joven protegida ve que las únicas za­patillas de ballet que hay en el apartamento son unas zapatillas viejas. Se las pone y, con una moneda de cinco centavos para el metro, se dirige al teatro. La moneda la pierde en una alcantarilla y tiene que andar desde la calle Ciento veinticinco a la zona de los teatros. Llega llorando y exhausta, y, ante el horror de la joven rusa, con los pies en un estado lamentable.

Lo intentan, a pesar de todo. Se levanta el telón cuando llega su número y la mujer rusa (la heroína) baila entre bastidores a la vez que la chica, para animarla. El número sale adelante.

El segundo número se interrumpe de repente. El héroe, en su empeño por entregar las zapatillas, escapa del policía, aunque lo siguen.

En ese momento, entre el público, el padre, impresionado por la chica, se dirige a bastidores para contratarla. Cuando llega, descubre que su hija es la profesora. Se entiende que puede ejer­cer presión para exonerar al joven de lo que solo son falsos cargos.

Termina la función. La joven rusa baila sola en el escenario ante su padre que, sentado al piano, toca para ella. El héroe y la chiquilla miran desde bastidores. La música de Saint-Saëns, El cisne, va in crescendo y los ojos del padre se llenan de lágrimas...

...y la película termina.

Gracias por la luz

Francis Scott Fitzgerald

La señora Hanson era una mujer atractiva y un poco estro­peada de cuarenta años que vendía fajas y corsés desplazándose desde Chicago. Durante muchos años trabajó entre Toledo, Lima, Springfield, Columbus, Indianapolis y Fort Wayne, y su traslado a la zona de Iowa, Kansas y Missouri fue un ascenso, pues su empresa estaba más arraigada al oeste del río Ohio.

En el Este, sin embargo, había disfrutado de la confianza de sus clientes, y a menudo le ofrecían una copa o un cigarrillo en la oficina del comprador cuando cerraban el trato. Pero pronto descubrió que en su nueva zona las cosas eran distintas. No solo nunca le dijeron si quería fumar, sino que, más de una vez, a su propia pregunta de si les importaría que fumara, le respondieron, como pidiendo disculpas:

—No es que me importe, pero sería una mala influencia para las empleadas.

—Ah, sí, claro. Entiendo.

Fumar, para ella, significaba mucho en determinados mo­mentos. Trabajaba mucho y fumarse un cigarrillo le servía de descanso y la relajaba psicológicamente. Era viuda y no tenía parientes próximos a quienes escribirles a la caída de la tarde, y más de una película a la semana le dañaba la vista, así que fumar se había convertido en un signo de puntuación importante en la frase larguísima de un día en la carretera.

La última semana de su primer viaje a su nueva zona la sor­prendió en Kansas City. Era a mediados de agosto, se sentía un poco sola entre todos los nuevos contactos de los últimos quince días, y se alegró de encontrar en el mostrador de una empresa a una mujer a la que había conocido en Chicago. Se sentó un momento antes de que anunciaran que estaba allí y, en el curso de la conversación, indagó un poco sobre el hombre con el que se iba a entrevistar.

—¿Le importará que fume?

—¿Cómo? Santo Dios, ¡sí! —dijo su amiga—. Da dinero para apoyar la ley antitabaco.

—Ah. Bueno, te agradezco, y mucho, la advertencia.

—Es algo que tienes que tener en cuenta en toda esta zona —dijo su amiga—. Especialmente con los hombres de más de cincuenta años. Los que no fueron a la guerra. Una vez un hombre me dijo que nadie que hubiera estado en la guerra le diría a nadie que no fumara.

Pero en la siguiente cita la señora Hanson tropezó con la excepción. Parecía un joven muy agradable, pero fijó los ojos con tanta fascinación en el cigarrillo que ella golpeaba en la uña del dedo pulgar que se lo guardó. La recompensa fue que el joven la invitó a comer y en ese espacio de tiempo consiguió un pedido importante.

Y luego el joven insistió en llevarla en su coche a la cita si­guiente, aunque ella tenía pensado meterse en algún hotel de los alrededores y dar unas caladas en el cuarto de baño.

Era uno de esos días en que todo el mundo te hace esperar; todos estaban muy ocupados, llegaban tarde, y parecía que, cuando hacían acto de presencia, eran de ese tipo de hombres con cara de matones a quienes no les gustan los excesos del pró­jimo, o eran mujeres que de buena o mala gana aceptaban las ideas de esos hombres.

Llevaba sin fumar desde el desayuno y de pronto se dio cuen­ta de que ese era el motivo de que sintiera una vaga insatisfacción al final de cada visita, sin importarle lo favorable que hubiera resultado desde el punto de vista profesional. En voz alta decía:

“Cubrimos, a nuestro juicio, un campo diferente. Se trata de caucho y tela, sí, pero hemos logrado conciliarlos de una forma distinta. El crecimiento de un treinta por ciento en publicidad a nivel nacional en un año habla por sí solo”.

Y pensaba: Si pudiera pegar tres caladas sería capaz de vender fajas pasadas de moda, con ballenas.

Le quedaba una tienda que visitar, pero faltaba media hora para la cita. Tenía tiempo para ir a su hotel, pero, al no haber ningún taxi a la vista, echó a andar calle arriba, pensando: Quizá debería dejar el tabaco. Me estoy convirtiendo en una drogadicta.

Y entonces vio la catedral católica. Parecía muy alta... De pronto, le vino una inspiración: si tanto incienso se había eleva­do a Dios en aquellos chapiteles, un poco de humo en el atrio no tendría importancia. ¿Cómo iba a molestarle a Nuestro Señor que una mujer cansada diera unas cuantas caladas en el atrio?

Sin embargo, aunque no era católica, la idea le resultaba ofen­siva. Que se fumara un cigarrillo parecía importar poco frente al hecho de que si lo hacía podía ofender a un montón de gente.

Pero... A Dios no le molestaría, pensaba una y otra vez. En Su tiempo ni siquiera habían descubierto el tabaco...

Entró en la iglesia; el atrio estaba a oscuras y la señora Han­son buscó un fósforo en el bolso, pero no tenía.

Iré y encenderé el cigarrillo en una de las velas, pensó.

Una única mancha de luz en un rincón rompía la oscuridad de la nave. Se acercó a través de la nave al resplandor nebuloso y se encontró con que no procedía de las velas y que, en todo caso, no duraría mucho: un anciano estaba a punto de apagar la última lámpara de aceite.

—Son ofrendas votivas —dijo—. Las apagamos de noche. Flotan en el aceite y pensamos que la gente que las enciende prefiere que las reservemos para el día siguiente, en vez de dejarlas arder toda la noche.

—Lo entiendo.

Apagó la última. No quedaba ninguna luz en la catedral, salvo una lámpara eléctrica en las alturas y la lamparilla siempre encendida ante el sacramento.

—Buenas noches —dijo el sacristán.

—Buenas noches.

—Supongo que ha venido a rezar.

—Sí.

El hombre entró en la sacristía. La señora Hanson se arrodi­lló y rezó.

Hacía mucho tiempo que no rezaba. No sabía muy bien por qué rezar, así que rezó por su jefe, y por los clientes de Des Moi­nes y de Kansas City. Cuando terminó de rezar, de rodillas, se enderezó. No tenía costumbre de rezar. La imagen de la Virgen miraba desde lo alto de un nicho, casi dos metros por encima de su cabeza.

La señora Hanson la miró, distraída. Entonces se levantó y, de cansancio, se arrellanó en una esquina del banco. En su ima­ginación la Virgen bajaba, como en el drama El milagro, y ocu­paba su puesto y vendía fajas y corsés y estaba tan cansada como ella. Y entonces debió de quedarse dormida.

Despertó con la conciencia de que algo había cambiado; y solo poco a poco percibió en el aire un aroma familiar que no era a incienso y se dio cuenta de que le quemaban los dedos. Y en­tonces vio que el cigarrillo que tenía en la mano estaba encendido.

Demasiado adormilada todavía para pensar, dio una calada para avivar la llama. Y volvió a mirar el nicho impreciso de la Virgen, en la penumbra.

—Gracias por la luz, por darme fuego.*

No le pareció suficiente, así que se arrodilló, con el cigarrillo entre los dedos y el humo ascendiendo en volutas.

—Gracias, de verdad, por la luz —repitió.

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* El original dice: “Thank you for the light”. Literalmente: “Gracias por la luz” y “Gracias por darme fuego [para el cigarrillo]”. (N. del T)

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