Quizá parezca una reiteración pero creo necesario insistir en la siguiente certeza: Bernardo Esquinca es el máximo representante en México de la ficción convertida en pesadilla diurna. Quien aún conserve algún reparo puede asomarse a los cuentos de Demonia o a esas dos novelas en las cuales el horror protohumano no es menos real que las criaturas que sirven a sus propósitos: Toda la sangre y Carne de ataúd. Puede, asimismo, iniciar el camino que conduce hacia esa certeza con La octava plaga, que marca la primera encomienda de Casasola, el escritor fracasado metido a reportero de nota roja y a quien conocimos en Toda la sangre.
Poe escribió alguna vez que una indagación policiaca debe olvidarse de los hechos y concentrarse en aquello que “no se parezca a nada ocurrido anteriormente”. Bernardo Esquinca sigue este consejo al imaginar una serie de asesinatos cometidos por una mujer con las cualidades sexuales y fisiológicas de la mantis religiosa: su apariencia humana no es sino la cobertura de un insecto, como lo es la de algunos de los personajes.
No es difícil inferir que el mundo por el cual se mueve Casasola tiene una estructura cerrada. Desde el laboratorio de un entomólogo hasta la celda de un hospital psiquiátrico, pasando por el sótano de una sex shop, las cantinas del centro de la Ciudad de México y los pozos del sueño, La octava plaga instaura un orden claustrofóbico a partir de una estructura fragmentaria, hecha lo mismo de textos sensacionalistas o registros oníricos que de notas de un diario o de la crónica misma de las investigaciones de Casasola. En tal fragmentariedad, y en la pericia con la que Bernardo Esquinca va ensamblando las piezas, debemos reconocer una de las virtudes de la novela.
Otro mérito destaca y acompaña a la trama alucinante: la escritura, cuya aparente simplicidad es un tributo a los maestros del periodismo y a los narradores que incursionaron en este género y vieron con buenos ojos ensuciarse una y otra vez los zapatos. De este modo, entre un estilo concentrado, sin despilfarro, y una serie de homenajes evidentes y en clave, La octava plaga seduce y añade. Seduce porque se desmarca de las consabidas fórmulas del thriller policiaco y añade porque planta la sospecha de que habitamos una realidad de la que lo ignoramos todo.
Que nuestra humanidad está en trance de ser devorada por los insectos no es la revelación mayor de La octava plaga. Es que, como dice uno de los tutores de Casasola, el fotógrafo que tanto recuerda a Enrique Metinides, la cordura no pasa de ser una ilusión.