Vamos a suponer que existe un punto de observación privilegiado. Un alto mirador. En esa cima, un hipotético espectador puede girar en un círculo concéntrico a cualquier hora del día o de la noche y desde ahí nombrar el territorio que se extiende a sus pies. Esta región del mundo debería, entonces, llevar el nombre de su inventor, un hombre armado de lenguaje y pródigo en visiones, dueño de su albedrío y enamorado del azar. Me refiero a Fernando del Paso. Y esa geografía es ahora tan vasta como lo fueron ¾y lo siguen siendo¾ las grandes miras que se impuso, o le fueron impuestas por el destino que signa el espíritu de los descubridores. Quiero pensar que aquel joven que publica su primera novela a los 31 años, no es esencialmente distinto del hombre que hoy, a sus 80 recién cumplidos, acaba de ser designado Premio Cervantes de Literatura.
Pero las razones de este brindis requieren que concentre lo que digo en torno a las cimas de la región que he señalado. José Trigo (1966), Palinuro de México (1977) y Noticias del Imperio (1987), sus tres novelas insignia, se publican con puntualidad casi cada diez años una después de otra. No repetiré los argumentos y las razones con los que de manera unánime, y casi siempre justa, la crítica literaria de nuestro país y del extranjero ha celebrado la aparición de estas tres novelas mayores de nuestra lengua. Diré que soy un lector más. Un lector agradecido por la existencia de esta tierra nueva inscrita en el mapa de las letras y en el de mi imaginación. Agradecido en la medida que José Trigo existe y no existe, porque precisamente en ese vaivén, en ese pulso de sonoro corazón es que las palabras toman el hilo de la leyenda, lo deshilan y lo cortan donde mejor les place, donde mejor les suena; pues qué otra cosa es sino sonido este José Trigo multiplicado, espiga desgranada en fragor de máquinas y góndolas, rumor de comadres chilmoleras, voces luminosas de todos los días, voces tan nocturnas que se confunden con la misma noche de los tiempos, canción de cuna sempiterna, canción que canta una madre omnipresente: la madre lengua de todos y de nadie.
Agradecido porque Fernando del Paso, no conforme con esta aventura de abismos y cimas del lenguaje, hizo nacer a Palinuro de México "dormido a la deriva en las trenzas de su madre" y a Estefanía "pura, inocente, impávida" y a Fabricio y a Molkas, entre tantos otros fantasmas de carne y hueso que pueblan las páginas de ese libro tan decidida, tan voluntariosamente barroco, entrañable, desconcertante, provocador, escatológico, libertino, erudito, convulsivo, divertidísimo.
Agradecido porque otra pasión de Fernando del Paso, me refiero a la que como una corriente de sabiduría y amor genuinos se manifiesta a lo largo de su vida y sus trabajos, a esta pasión tan suya por la historia de México, se sumaron su talento literario y la plena madurez de su aventura creativa para regalarnos unas Noticias del Imperio que comienzan más allá del mar Atlántico y terminan con una descarga de fusilería en el Cerro de las Campanas. Pero no, porque esa historia no habrá terminado jamás, mientras las manos de María Carlota Amelia Victoria Clementina Leopoldina sigan aferradas al estuche de cedro que contiene una caja de zinc, que contiene una caja de palo de rosa, que contiene un pedazo del corazón y la bala que segó la vida de Fernando Maximiliano José, y mientras ella, mamá Carlota, en el colmo de su delirio, en el colmo de la dulzura, lo invente como se inventan las palabras de cada día y el tejido de los sueños.
Un buen día, en el restorán Pierrot de Guadalajara, mientras conversábamos con él ¾martinis de por medio¾ Mario Heredia y yo, Fernando nos hizo una confesión: afirmó que cambiaría cualquiera de sus novelas portentosas por un libro como Alicia en el país de las maravillas. Mario y yo sonreímos y los tres alzamos nuestras copas. Entonces Mario le contó que una vez, muchos años antes de nuestras escapadas al restorán francés, durante la FIL, había hecho una larga fila para que el maestro le firmara Noticias del Imperio. Justo al llegar su turno, Fernando, cansado y abrumado por la muchedumbre, objetó: "tengo que irme, no firmo más". Mario, decepcionado, regresó a casa con su ejemplar sin firma. Fernando se quedó pensativo unos instantes, mandó llamar al capitán de meseros y le pidió unas tijeras. Ya con ellas en mano, y ante el azoro de los comensales en las mesas vecinas, Fernando recortó un amplio trozo del albo mantel de nuestra mesa, sacó del bolsillo de su blazer de terciopelo color esmeralda una gruesa Mont Blanc y estampó en él un dibujo y una larga dedicatoria para Mario.
Recibí la noticia del Premio Cervantes para Fernando del Paso mientras me preparaba para bajar a desayunar con Ignacio Trejo Fuentes y otros amigos escritores en el ineludible restorán Terranova, frente al zócalo de Oaxaca. Fue esa una mañana particularmente luminosa.