No quieres abrir los ojos.
El cuerpo de Nat se bambolea sobre el tuyo, a horcajadas. Tus manos a los costados. Sin atreverte a tomarla por la cintura. Poco importa la cama desvencijada, las grietas del techo. No te atreves a sentir la piel tibia, casi infantil. Algo te detiene. Tampoco intentas una caricia. Las paredes sucias. Sobre sus muslos. Delgados. Tan diferentes a los que siempre te han gustado. Te conformas con los pálpitos. Con el golpeteo que aumenta su frecuencia. Ella no gime. Tú resoplas. Sintiendo cómo se precipita la inminencia. Se cuela un gañido cubierto de sudor. Embistes con menos fuerza. Atento. Demasiado atento. Es humano. El gañido. Ligero. Si Nat fuera otra persona cambiarías de posición. No quieres terminar tan pronto.
El ruido se convierte en llanto. Quedo. Sabes que no deberías hacer esto. Tus acciones no buscan un pago. El llanto arrecia. Falso. Siempre buscas una ganancia. Es la Niña. La pequeña. Llora buscando a su madre. A Nat. Reclama alimento a mitad de la noche. Al menos no un pago de este tipo. Exige. Exiges. Se convierte en un pequeño grito.
Te sientas sobre la cama. La oscuridad desvanece al ensueño. Estás solo. Tu espalda reclama una noche más en el sillón. Al otro lado de la puerta, en tu cuarto, la voz de Nat arrulla por lo bajo. Ahora te es más fácil imaginar la escena. Una madre carga a su bebita. Anula tu deseo. Están tan cerca. Te levantas. Los músculos reaccionan con lentitud. Tan lejos. Te estiras. La idea de la Niña te arrebata una sonrisa. La de Nat, un misterio.
Sales a la calle. El frío te estremece. Le robas una bocanada a la noche. Espabilas.
Te refugias en la fonda de los miércoles. No buscas una vida cotidiana. Nada que te haga sospechar que vives con una familia. Que formas una familia. El Fresno ha recobrado su textura. Más un barrio que una colonia. Pides los sopes sin cebolla. Jugo de naranja. Café.
Entretienes la espera con el tránsito de las calles. La parsimonia de los ancianos en franco contraste con la prisa de las señoras empujando a sus hijos hacia la escuela. Librarse de ellos. Truenas la boca. También ser responsables de sus destinos. Ahuyentas las ideas.
Eludes las escenas familiares. Llevas un mes con la pregunta galopándote en la conciencia. La pregunta incluye a Nat, a la Niña y al término familia. Es una pregunta que te corresponde solo a ti. No la has externado. Si acaso, apenas intercambian palabras. Los diálogos son escasos. Dejas dinero cada tanto sobre la mesa. Te desentiendes. Si acaso, cargas a la Niña cuando puedes. Te gusta su olor, los movimientos acompasados de su cuerpo. No duras mucho. Te niegas a aceptar que ese sentimiento se instale en tu interior. Una razón para estar contento. Vuelves a la pregunta. Sigues durmiendo en el sillón de la sala, incapaz de responderla. Rescatar a esas dos niñas de la calle es diferente a mantenerlas de por vida. Hacerte cargo de ellas representa demasiado. Te has conformado con darles albergue. De momento. Es eso y los billetes sobre la mesa. Nada más.
Y cargar a la Niña cada que hay ocasión.
Solo eso. La falta de muebles en tu departamento confirma la caducidad del arreglo. También tus fantasías. Deben irse, concluyes con el primer sorbo de café. Aguado. Extrañas a Arcángel. Recuerdas el peso de la Niña entre tus brazos. Extrañas el café que preparaba Arcángel. Sus balbuceos anticipando una sonrisa. Sus cosquillas. Ni modo que vayas a la cárcel a pedirle que te prepare una taza. Te rehúsas a desprenderte de esas virutas de felicidad.
Las razones se acumulan.
Los sopes humean frente a ti.
Tu jefe tiene el tino de la impertinencia. Dejas vibrar el teléfono. Las manos manchadas de salsa roja. Frijoles. Queso. La manteca con que frieron el sope. La llamada se descompone a cada bocado. El jugo apacigua la persistencia del chile. Un mensaje de Alvariño corrobora su insistencia: “Te veo en mi oficina”. El café tendrá que esperar. No hay problema. Es malo. No pagas.
El dueño te despide con un asentimiento.
Se le nota radiante. Hay mobiliario nuevo en su despacho. Sillas cubiertas de cuero. Sonríe. La nariz ganchuda se integra a esa sonrisa. Fantaseas. Quizá al cerrar la boca le dé una dentellada a la punta del apéndice. Eso sí sería gracioso.
Te ofrece uno de los sillones. Están solos. Sus prosélitos habituales aguardan en el pasillo exterior. Alvariño sale por la puerta trasera. El cuero chilla. Está frío. Hiede un poco. Como si lo hubieran mojado. El mueble te absorbe. En verdad es cómodo. Deberías comprarte una cama. Reclinas la cabeza. Al menos un mejor sillón.
¡Pinche Zuzunaga! ¡No te duermas! Nomás falta que me babees la piel. La voz es más aguda que de costumbre.
Su aliento choca contra ti un segundo más tarde. Abres los ojos. La cara del comandante a diez centímetros de la tuya. Se te antoja rompérsela a putazos. Te contienes. Enderezas la postura.
¿Ya está mi asunto? Evitas pedir disculpas. Si Alvariño tiene menaje nuevo es gracias a ti.
Tu asunto, tu asunto. No mames, Zuzunaga. Te dije que eso es con calma.
Su teléfono interrumpe. Contesta.
Con calma, piensas. Que chingue a su madre. Ni que le estuvieras pidiendo su puesto. Solo quieres dinero. En la quincena. Dejar de pasarle las cuotas. Ir por la libre. Recibir un porcentaje de lo que él se mete. Un puesto como su asesor, sin tener que ir nunca a ninguna oficina. Sin patrullar. No es mucho pedir, considerando que le salvaste el pellejo. Tú solito capturaste a los secuestradores del hijo del diputado. Y de Cherry. Su novia.
Estaba buena la Cherry. El diputado Manrique. Otro hijo de puta.
Vamos por partes, Zuzunaga. Dice al colgar el teléfono. El procurador está contento contigo. No ha autorizado el aumento pero está de buenas.
Se le traban las palabras. Él sabe bien que tú sabes: lo de la autorización es una mamada. Da rodeos. Te confirma que ya no debes pasarle la cuota. Todo lo que saques es para ti. De todas formas, no tienes cómo. Has recolectado poco. Saliste de la ciudad algunos días. Con La Amarilla Nelson.
Hay un caso que te puede interesar. Termina Alvariño. El procurador en persona me dijo que te lo pasara.
Vale madres. Ahora va a resultar que eres detective. Te vas a comprar una pipa.
Te extiende una tarjeta. Solo tiene un teléfono.
Nunca has fumado pipa.
Ya saben que les vas a llamar. Te despide en la puerta. Eso sí, todo lo que hagas es por tu cuenta.
Pendejo.
Pendejo Alvariño por asumir que aceptarás. Pendejo el procurador por sugerirlo. Pendejo tú por aceptarlo. Aún no lo haces, pero sabes que acabarás marcando. Necesitas distraerte. Borrar el deseo por Nat. Clausurar los recuerdos de tu última visita a La Amarilla Nelson.
Te recibió con un entusiasmo que opacaba a su tristeza. Se le notaba febril, impaciente. Como si la esperanza bastara para apartarlo de su dolor.
Su casa estaba en ruinas. Falso. Solo era el desorden acumulando penas al descuido. Atestada entonces. Un acumulador mañoso, producto de la dejadez y no de la compulsión. La alfombra era de periódicos. Las ventanas de tela apenas permitían sutiles destellos de penumbra. Aun así, conseguiste imaginar los juegos infantiles de antaño. A La Amarilla Nelson sentado en ese mismo sofá del que ya no escapa su desasosiego. Entonces, hace tanto, su sonrisa se distendía a plenitud. Era el patriarca de una linda familia. Su voz de mando. Ahí no importaba que su oficio lo hubiera orillado a falsificar documentos al servicio de un gobernador corrupto. Su hijo, sus nietos bien valían la pena. El fin siempre justifica los medios.
El plan parecía simple pero estaba construido con precisión. Te sirvió tequila. Lo resintió tu estómago. Habías pasado muchas horas sin comer. Dos intrusas habitaban tu departamento. Una ligera duda, leve, alteraba el discurso de La Amarilla Nelson.
¿Cuento contigo? Preguntó tras detallar los pasos.
Querías decirle que sí. Las deudas se pagan. Él había respondido de inmediato cuando lo necesitaste. Aunque el balance de lo que uno le debía al otro podría inclinar el fiel hacia cualquier lado. Él había perdido a su familia. Tú, solo el trabajo. No hay forma de comparar una comandancia estatal con un hijo, una nuera, sus nietos atrapados en el desmadrito de un narco.
Así que la balanza siempre estaría cargada de su lado. Aunque tú hubieras operado en contra de ese criminal que salió libre por la venia del gobernador. La Amarilla Nelson había sido el encargado de falsificar las actas de defunción de los suyos, de esa brizna de felicidad también desaparecida de estas paredes.
Estoy contigo. Respondiste rellenando los vasos. Ahora se hablaban de tú, como solo lo pueden hacer, tras tantos años de formalismos, quienes saben que están por acometer sus últimos pendientes.
La botella se vació pronto.
Bajas de la patrulla. El otoño acarrea brisa fresca. Acentúa el sudor de tu espalda. Consideras tomar el suéter pero vas dos pasos tarde.
Tomas el papel con dos dedos. No quieres contagiarte de la virulencia de Alvariño. De sus malos hados. Caminas hasta el teléfono público. Es mejor no correr riesgos. Al marcar descubres que no tienes idea de lo que dirás.
Zuzunaga. Te sorprende tu nombre porque no lo has dicho tú.
¿Si?
Una dirección. Un restaurante. Una hora para llegar. Una cita. No alcanzas a preguntar nada. La comunicación se corta. El viento infla tu camisa. Un sudor nuevo sustituye al que se acaba de secar. Tiene una consistencia distinta. Rompes la tarjeta. Ya no llamarás a ese número.
Llegas al puesto de jugos.
¿De mamey? Te saluda don Pepe. ¿Por qué no se llama licuadero?
Asientes. Dejas que el ruido se cuele en tus pensamientos mientras se licúa la fruta. Ignoras por qué accediste. Sabes que irás: obedecer a Alvariño es una consigna a la que te aferras. Así entretienes la incertidumbre. Te pierdes.
La plática es trivial. Sin novedades. Te muestra la portada del periódico. Un nuevo escándalo de corrupción. Un secretario de Estado.
Deberían agarrar a esos cabrones. Suelta buscando tu complicidad. Olvida que eres policía.
Sonríes.
Sí, deberían.
Dejas un billete en la barra antes de que te condone el pago.
Sientes el azúcar en los dientes.
Deberían.
¿Es tan mala idea coger con Nat?
No sería lo peor que le ha pasado en la vida. A ella. Tampoco lo peor que has hecho. Tú. Podría ser un acuerdo que beneficie a ambas partes. Una mujer a la mano. La tersura de una piel joven aunque maltratada por el tráfago en las calles. La posibilidad de vaciarte en ella. De permitir que convivas con la mujer con quien coges. ¿Hace cuánto que no vives con una? Para Nat, la seguridad que da una casa. Ya no tendría que mendigar con la Niña en brazos. Expuesta. Expuestas. Y todo a cambio de coger un poco. Cada tanto. Al ritmo de tus ganas.
Te imaginas amueblando el departamento. Una cama grande. Para los dos. Una cuna al lado. Mejor una mudanza. Dos recámaras. Un comedor en forma. Dejar de huir por las mañanas. Una sala. Los huesos reposando en un colchón decente. Abrir la puerta por las noches para mirarlas dormir. También dos baños. Alcanzar el sueño habiendo descargado. El cuerpo desnudo de Nat caminando sin pudor.
Observándote. También desnudo. La expresión cansina. Una erección a medio camino. Por fuerza terminaría comparándote. Con los otros hombres de su vida. Más fuertes. Con el padre de su hija. Correosos. Con Carmelo. Sin panza. Hijo de puta.
Sí, deberías cogerte a Nat. Hacerla gritar. Para que olvide a Carmelo. De seguro concibieron a la Niña debajo de un puente. La ropa puesta. Su hombría no lo vuelve más hombre. Él escapó. Estaba bien dotado, recuerdas. Dejó a su Niña. Quien abandona no tiene derechos. Metérsela hasta dentro. Jalar su pelo. Lastimarla un poco. Lo merece.
Sí. Deberías cogerte a Nat pero sabes que no lo harás. No por ahora. Hay algo en sus ojos muy abiertos que te detiene. Ignoras si es sólo su mirada. O Carmelo. O la Niña.
O, tal vez, ya no sabes lo que quieres.
El restaurante es caro. Lo notas al entregar las llaves de la patrulla a un sujeto uniformado. De traje. Viste mejor que tú. No haces el intento por alisar tu camisa. Apenas te aseguras de que esté bien fajada.
Titubeas frente a la recepción. Tras la puerta con cristales. Es una zona de paso con exceso de madera. No te intimida. Conoces este tipo de lugares. Simplemente no sabes qué decir.
Da igual. Si nadie te espera podrás cenar con calma. Como antaño. Eligiendo los mejores platillos, el vino más caro. ¿Hace cuánto que no te permites un lujo?
Buenas noches. La recepcionista es guapa. Mucho más que Nat. A ésta sí te la cogerías sin duda. Tienes pocas posibilidades. La sonrisa te recibe. Una blusa blanca y un botón suelto de sobra.
Viene con nosotros. La voz es grave. Acorde a un cuerpo enorme. Moreno. Tan obeso como fuerte. Sin lugar a dudas los guardaespaldas entran siempre en el molde. Deberían servir para ejemplificar los estereotipos.
Lo sigues hasta la mesa. Algunas miradas los juzgan al pasar a su lado. Son hombres de negocios. Uniformados. Los distingue el color de las corbatas y el diseño de las mancuernillas. Tan distinto a otra época, cuando esos mismos hombres que siempre son otros te saludaban al pasar.
Llegan a un gabinete de cuatro plazas. Vacío. Te deslizas con un poco de esfuerzo por uno de los costados, sobre la piel verde. Observas al gigante que ha crecido desde tu nueva perspectiva. Por nada del mundo te perderías las contorsiones que tendrá que hacer para sentarse frente a ti.
Los señores vienen con retraso. Te decepciona más la falta del espectáculo que la impuntualidad. Le piden que vaya ordenando, que coma. Ordene lo que quiera.
Eliges con calma. Hay sopa de cebolla. Siempre la pides. Para comparar con las que se archivan en tu memoria. El éxito del potaje radica en el grosor del corte. Las tiras deben ser casi transparentes, para lograr una buena cocción. Para desaparecer el sabor de la hortaliza. También eliges el pato. No entiendes por qué suelen disfrazar la intensidad de su sabor con salsas y compotas. Cada tiempo lo bañas con un líquido diferente. Comes. Está sabroso. Pese a ello, reconoces el ligero patetismo de tu imagen. Contrastas con el resto de los comensales. No solo es la ropa. Los ademanes los imitas a la perfección. La servilleta sobre tus piernas. La posición de los cubiertos. Es la comida en solitario. Consideras pedir más para llevar. No vale la pena. Calentar estos platillos es complicado. Nat no podría apreciar la comida. Diferenciarla de otra. Leslie tal vez. Su paladar se ha entrenado en Nueva York. Es sencillo imaginarla en un restaurante fino al lado de Mark. Bendito Mark. Sonríes y, de inmediato, tuerces el gesto. Demasiados nombres acompañando al nombre de tu hija.
Además, ella no está aquí.
Leslie.
Demasiados nombres para imaginarla. Para apretar un recuerdo. Sacarlo del tubo del dentífrico. Formar una sola figura con la pasta. Leslie. Un nombre en solitario que puedas recordar.
El último trozo del pato se escapa de tu tenedor. Lo pescas al borde del plato. Lo llevas a la boca. Te dejas seducir por su sabor. Siempre dejas el mejor bocado para el final.
¿Cenó bien?
Frente a ti dos hombres. Bastante parecidos. Uno es un poco más alto. El otro más grueso. Amagas con incorporarte. Aún masticas los residuos, los buscas con la lengua entre los dientes.
No se levante. Dice uno de ellos. Es casi una orden más allá de la cortesía. Se acomoda frente a ti, deslizándose al fondo del gabinete. El otro se sienta a su lado.
Tres vasos de agua mineral llegan a la mesa. Convocados por una fuerza superior. Inexpugnable.
Somos H y H.
¿H y H? Preguntas un tanto divertido. Una hebra de pato entre tus muelas.
Sí, H y H. El tono tiene algo de solemne. Interpone una distancia peligrosa. No es que pretendas confiar en ellos, pero parecen esforzarse para que no lo hagas.
Homo y Hetero. Mucho mejor. Asignas los nuevos nombres. En cualquier otra circunstancia los dirías en voz alta. La burla como aliada a la hora de romper el hielo. Tampoco es que pretendas la camaradería: ese espacio vedado para los solitarios.
Pierdes las primeras palabras luchando contra la carne. Mueves la lengua intentando no hacer muecas. Pronto estás al tanto. Homo y Hetero son hermanos. Obvio. Los crio un tío. Hace un par de meses le dispararon en la calle. Frente a ellos. De milagro no resultaron heridos. El tío murió. ¿H mayúscula? Había cámaras de seguridad. Mejor Bi. Sabían quién había disparado. El tío Bi, criador de Homo y Hetero. Dieron parte a las autoridades. De nuevo el cosquilleo: ¿y si tú también eres bi? El mismo procurador firmó la orden de captura. En un operativo policial desmontaron un laboratorio de metanfetaminas donde trabajaba el asesino. Varios se resistieron al arresto. Nuevos balazos. El aire enrarecido por la cocción de los cristales. Tres muertos. Uno de ellos, el culpable.
Una vida por la otra. Concluye Hetero. Es el alto. Ya lo decidiste.
¡No valen lo mismo las dos vidas! La voz de Homo es aguda. Mi tío era un gran hombre. Te preguntas si va a llorar.
No entiendo qué necesitan de mí.
¿Café? Ofrece uno de los hermanos.
Aceptas. Quizá aquí sea bueno. No como el soluble de la fonda. Quizá consigas ablandar el trozo de pato que se ha embutido entre tus muelas.
Estamos seguros de que el asesino escapó a la redada. Nos engañaron para que dejáramos de dar lata.
Una pausa. Disimulas el buche de agua mineral. No sale. Lo haces recorrer todos los intersticios de tu boca. Se ha apretado. ¿Será una broma? De seguro Alvariño y el procurador te mandaron para entretenerte. Le sacas algo de dinero a la diversidad sexual y ellos dan por saldada la deuda que tienen contigo.
Sigo sin entender. Replicas. En parte es verdad. Buscar a un muerto puede tardar toda una vida. Sobre todo, habiendo presupuesto.
Necesitamos dos cosas de ti: demostrar que sigue vivo y que lo encuentres.
¿No sería más fácil que les ayudara el procurador? La pregunta es más un sondeo para averiguar el tipo de relación que los H y H tienen con el jefe de tu jefe. ¿Quién se queda con Homo y quién con Hetero?
Él nos dijo que lo viéramos contigo.
Ya está. Ni hablar. Sabes reconocer las órdenes en cualesquiera de sus formatos.
¿Cómo se llama? Inquieres aceptando la encomienda.
¿Quién?
Pendejo. Ni modo que le estés preguntando el nombre de la colonia donde se encuentran.
El asesino.
Néstor Quiñones.
Se levantan sin decir nada más.
Hugo te dará un teléfono. Solo nos podrás marcar desde ahí. Señalan al guarura inmenso. Hugo. Otra H. No se te ocurre ninguna orientación sexual para asignarle.
Los sigues con la mirada. No se despiden de nadie. Tampoco voltean a verlos ni pagan la cuenta. Hugo se va tras ellos.
El mesero pone la taza frente a ti. También un sobre y un teléfono. Se retira. Es moderno. Mucho más que el tuyo. Esperas a que esté lejos para dar el primer sorbo. Tiene la consistencia cremosa de una buena preparación. Lo bebes con calma. Es bueno, reconoces, no tanto como el que te preparaba Arcángel, pero es bueno. Descansas la cabeza en el respaldo. Has aprendido a apreciar la aparición de los placeres.
En el sobre hay billetes y un número telefónico. Solo eso. Lo guardas en el bolsillo de tu pantalón cuando te incorporas. Sales sin pedir la cuenta. Aceptas las pastillas que te ofrece la recepcionista. No muestra asco cuando te ve meterte el dedo en la boca. Con el envoltorio de las pastillas consigues desatorar la carne mientras traen tu coche.
A la tarde aún le quedan varias horas de sol.
Comprar una cama no es sencillo. Sobre todo, si exiges que la entreguen hoy mismo. Eso reduce las opciones. Sólo has podido escoger entre las disponibles en tienda. No importa. Cualquiera es mejor al sillón fatigado. Enterrándose en tus riñones. En tus dolencias.
Nat los recibe con sorpresa. No solo por la hora. Por los dos cargadores haciendo lo posible para meter una cama matrimonial a través de la puerta. Se esfuerzan. La mirada de Nat se carga de dudas. Bien podrías pedirles que la acomodaran en la recámara. Más: que se llevaran la otra.
La Niña en el sillón se despierta. Ellas tienen una vida en el departamento cuando tú no estás. El peluche a su lado. La mantita sobre la mesa. Interceptas a Nat. Levantas a la pequeña, que atenúa sus reclamos. Le gusta el vaivén, sentirse en brazos.
¿Dónde la acomodamos? El sudor escurre de la pregunta.
En el cuarto. Dices sin dejar de mirar a Nat. Es un animalito temeroso. Primero hay que sacar la otra.
Se mueven alrededor de la estancia. Nat y tú. En esquinas opuestas. Una danza musicalizada por los incipientes balbuceos de la Niña. Sus ojos son un ventanal ahíto de suspicacias. Incluso percibes el juicio de los mudanceros. Eres viejo. Nat apenas una niña. La bebé en tus brazos debe contarles una historia conocida, pero ellos no están para juzgar abusos ni perversiones.
Déjenla aquí. Les indicas señalando la cama vieja. No te interesa lo que piensen de ti. De ustedes. Si logran o no actualizar sus prejuicios.
Los despides con una buena propina.
Me duele la espalda. Aclaras antes de pasarle la Niña a su madre. Su llanto solo puede traducirse en hambre o en pañales por cambiar. Nada que tú puedas resolver. Estarán más cómodas en la cama grande.
Nat se encierra con la pequeña. Aprovechas para ir al coche. Vuelves con almohadas nuevas y un juego de sábanas. Matrimoniales. Para ellas. También traes una botella de ron. Dulce. De buena calidad. Contrasta con el sabor del tequila que te sirvió La Amarilla Nelson.