Sergio González Rodríguez era un escritor inusitado. Al menos en el idioma castellano es, y seguirá siendo, un autor capital por sus investigaciones del mal auténtico, concreto, que traen la violencia y el abuso del poder, y que él reunió en una trilogía de libros entre el ensayo y el reportaje. Tres entregas con perspectiva cada vez más amplia: Huesos en el desierto, El hombre sin cabeza, y Campo de guerra.
En estos libros, la reflexión va de uno de los casos criminales más vergonzosos en la historia mexicana a un examen del crimen organizado y la descomposición del Estado, y luego a una visión escalofriante y lúcida “del plan estratégico de militarización del mundo, del modelo global de control y vigilancia” que hoy podemos ver con claridad —si estamos dispuestos— a nuestro alrededor.
González Rodríguez lo comprendió todo mucho antes que la inmensa mayoría de nosotros. Y se empeñó en mostrarlo, en decir lo que ni el poder ni la sociedad estaban interesados en escuchar, y pagó por ello, incluso, padeciendo en carne propia la misma violencia que denunciaba. En esta época de imposturas y bravuconerías, él fue una persona de temple verdadero.
Algo más, que a veces se olvida: lo que vuelve grandes obras no es solamente su arrojo y su capacidad de observación. González Rodríguez registró en numerosos lugares porciones de la realidad, hechos concretos de vidas concretas. Pero buena parte de la potencia, de la facultad expresiva de esa escritura, venía de otro lado: de su interés por el lenguaje mismo, y de su enorme pericia en las técnicas y los efectos de la ficción.
En esta época en la que está de moda despreciar con argumentos simplistas y fariseos la invención literaria, Sergio González Rodríguez hablaba de la “posibilidad en la literatura de reinventar la realidad” (como dijo en una entrevista con Diego Enrique Osorno). Este es un motor secreto de su obra: los relatos, las novelas y los textos experimentales —desde El plan Schreber hasta El artista adolescente que confundía el mundo con un cómic—, que hubieran bastado para darle un lugar como un escritor erudito y excéntrico de la literatura mexicana, y que fueron el reverso (y a la vez la evidencia) del poder de sus ensayos y crónicas. Era uno de los grandes realistas, y también más complejo y más extraño que casi cualquiera de ellos: nunca dejó de creer en la capacidad del lenguaje para potenciar nuestra percepción de lo real; sus libros demuestran que tenía razón.
Sergio González Rodríguez sobrevivió al año nefasto de 2016, pero se ha marchado en un momento en el que probablemente nos hará mucha más falta. No ha disminuido la violencia que él estudió, y en cambio ahora estamos enfrentados a una amenaza adicional: el avance de una nueva embestida xenófoba dirigida contra nosotros desde Estados Unidos, a la vez que presente en muchos regímenes de este mundo, que supuestamente estaba dejando atrás la idea misma del Estado nacional. Las convulsiones de los últimos meses terminaron con muchas de las certidumbres del siglo XX que aún se resistían a morir; estamos ahora en un territorio inexplorado de la Historia, sin los mitos y las ideologías que hicieron creer a muchas generaciones que comprendían el devenir de las sociedades. Nos va a hacer falta un Sergio González Rodríguez para ir indagando en este mundo nuevo y terrible: para trazar el nuevo mapa del presente.
Ojalá alcance la fuerza y la lucidez a quienes quedan ahora obligados a seguir su ejemplo, ya sin él.