Chinches de agua, las nombraban. Los patos del lago se hartaban con ellas. Los antiguos mexicanos llamaban axayácatl a estos “tábanos del agua”. Los vecinos de Chimalhuacán los comían tostados; su hueva, el ahuatle, “caviar mexicano”, era muy apreciada. Los nativos colocaban tules, hojas de mazorca, un mazo de zacate o ramas secas amarradas a una estaca, para que ahí desovaran los insectos; miles de huevecillos, ya secos, eran molidos y con esa harina hacían tortitas capeadas con huevo batido, las agregaban a los romeritos en mole y, hum, para chuparse los dedos.
Los ahuatles no miden más de un milímetro de diámetro. El viento las integraba al terregal, donde eran dichosos Pancita, Llanta y Puravida. Eran febrero loco y marzo, otro poco, con sus ventoleras para elevar papalotes. Y sus remolinos, que iniciaban con breve danza y en segundos integraban a su ser papeles, bolsas de plástico, ropa tendida al sol; fortalecidos, arrancaban láminas de los tejabanes y hojas de eucalipto o pirúl, especies que sobrevivían sobre el salitral aledaño al aeropuerto de Ciudad de México.
Gatos al acecho, los chiquillos elegían su remolino; lo seguían a su ritmo mientras crecía y crecía. En un quiebre dancístico del tornado, entraban con las manos por delante, como si en clavado al agua se lanzaran; arribaban al centro del silencio y caminaban a su paso y por miedo blandían la señal de la cruz y en la boca la vieja oración: Ángel de la guarda, dulce compañía, no me desampares ni de noche ni de día.
La errancia por el llano solía causar afecciones: hongos en la piel, sarna, cortaduras en los pies descalzos, conjuntivitis primaveral tornaba a los ojos tan lagañosos que parecían fuente de flan y sus comisuras y el lagrimal ascuas con insoportable ardor y comezón imposible de mitigar.
A las mamás les preocupaban los ahuatles: combatían la irritación ocular con lavados de té de rosa de castilla; si persistía, agregaban gotas de jugo de limón; si la irritación y el lagrimeo seguían, una revisión a fondo daba con el cuerpo extraño, y si advertían incremento en su volumen: ¡terror!, el ahuatle incubado ponía en riesgo la visión.
—Véngase p’acá —pedía la madre y de la cabeza del afectado arrancaba un cabello grueso; doblado lo introducía en el ojo para arrastrar el huevecillo. Si la operación fracasaba, pedía: traigan el cepillo de los zapatos, y la repetía, ahora con una cerda de grueso calibre desinfectada. Volvía el lavado ocular con la infusión. Si el intruso continuaba, la madre acudía a las mujeres del menesteroso caserío: a la que estuviera criando.
Los ahuatles no arredraban a la chiquillada: tornaba al llano, a sus terregales y remolinos. Tras la inmersión en su entraña, salían como ebrios: mareados, con una sensación equiparable a la primera cruda, maravillados por la singular experiencia que pocos en su vida tendrían.
De los tres pingos hijos de su mamá, fue Puravida quien con más frecuencia padeció a los ahuatles. Quiso su buena estrella que Gloria aún amamantara a Jacinta, hermana de Andresito, el niño de dos años a quien Puravida cuidaba cada jueves: le encantaba jugar con los bebés. Por ser el crío más chico de Eréndira, no tuvo hermanos pequeños para consentir; canalizaba su ternura hacia los pequeños vecinos. Eréndira lo prestaba a Gloria para que, con la certeza que niño quedaba en buenas manos, se encontrara en el cine con Rodolfo, su marido, chofer de la línea de los autobuses chimecos.
Gloria concluía su quehacer y cada jueves llegaba antes que el Rodo a las inmediaciones del cine Maravillas; se integraba a la cola para adquirir los boletos y luego de ver tres películas volvían relajados a casa, a pie, previa cena en la Fonda de Margot: caldo de gallina con pechuga desmenuzada, aderezado con venas de chile guajillo y jugo de limón.
A punto de cumplir 20 años de edad, Gloria cuidaba su figura “para que el Rodo no ande cuzqueando entre las tantas que se le ofrecen en el camión, con tal de viajar sentadas al lado del chofer”.
La casa rechinaba de limpia. Puravida tocó a la vivienda ubicada la vecindad de Paulita, enfermera retirada del servicio: —Pásale, mi vida —dijo Gloria y franqueó el paso. El aroma de la sopa recién elaborada hizo salivar al nano, como le decían en la vecindad. —Deja, termino de arreglarme y te sirvo de comer; mientras, ve con Andresito y Jacinta —instruyó; lanzó al cesto de la ropa sucia falda, fondo, blusa y sostén. Puravida miraba de reojo; cohibido, fue hasta la cuna donde Andresito dormitaba y Jacinta frotaba sus encías con el puñito de la diestra, inflamadas por la inminente dentición.
Gloria, en bata, calzada con chanclas de hule y toalla en ristre, fue a la regadera común y en 15 minutos volvió con la toalla arrollada sobre la cabeza para secar la abundante y larga cabellera. Tendió bata y toalla e inclinada sacudió el pelo para quitar restos de agua. Luego, frente al espejo de la recámara, tomó el tarro azul de crema y con delicadeza recorrió cada rincón de su cuerpo, sin huellas propias de la maternidad.
Entrecerraba sus negros y brillantes ojos; dedicaba especial atención a sus senos. La blanca crema desaparecía apenas sus manos tocaban las rubicundas tetas; las puntas de los oscuros y firmes pezones se coronaban con sendas gotas de blanca leche; los tomaba con la punta de los dedos y estiraba y arqueando el cuerpo deslizaba las gotas sobre sus redondas nalgas. Evocaba, serena, las manos de Rodolfo. Presionaba los senos y llenaba los cuencos de sus manos, esparcía la leche en su vientre, sobre el negro y lacio delta de Venus, en la entrepierna. Puravida, miraba ella a través del espejo, se entretenía con Jacinta.
Pero no. El niño evocaba el alivio que ella proporcionó a sus ojos, los que seguían reflejo de Gloria en la esférica sonaja cromada que enorme pendía sobre el vértice del mosquitero que cubría la cuna. Llegó de la mano de Eréndira. La cálida mañana reunió a las mujeres del vecindario alrededor de la silla en que, sentada y bromeando, Gloria amamantaba a Jacinta. El círculo se abrió y Eréndira puso al niño al frente.
Aaah, oooh, nooo: qué horrible. ¿Por qué no lo trajo antes? Mire nomás, pobrecito. Segurito trae ahuatles. Eréndira asintió, agradeció la silla que le ofrecieron. Póngalo sobre sus piernas, bocarriba. No faltó quien se acomidió a tener en brazos a Jacinta, ahíta ya de leche. Con el índice y el pulgar, su madre despegó los párpados, desprendió las lagañas endurecidas en las pestañas mientras Gloria extraía de entre su blusa floreada el seno rebosante.
Pese a las lagañas, Puravida vio el enrojecido pezón, y también la mano oprimir el seno hasta que un chorro de leche irrigó un ojo, el otro. Eréndira retiraba las lagañas y varias veces el chorro lavó y refrescó con su calidez los ojos, que advertían la textura del pezón: se contraía y abría para arrojar aquel dulce alivio sobre sus atormentados ojos: se distendieron, contrajeron, expulsaron los huevecillos. Eréndira los vio sobre la gasa, diminutos y turgentes, gelatinosos.
Las mujeres aplaudieron y Gloria, maldosa, lanzó leche en círculos sobre la redonda tez, y maldosa le puso el pezón en la boca: que le mame, que le mame, que le mame, corearon, y la sonrisa de Puravida se integró a la de las mujeres, y le vino la risa y pasó a nerviosa carcajada, hasta que Puravida sintió que la pipí, la pipí, la pipí lo traicionaba. A la carrera fue al baño entre cariñitos en la cabezota y expresiones de eh, eh, le supo a Gloria la leche, eh, eh…
*Escritor. Cronista de "Neza".