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La izquierda ante la crítica

A fines de 1979, como señala Roger Bartra en su sucinto prólogo a la edición facsimilar de la revista El Machete, que acaba de aparecer

Se empezó a hablar en el Partido Comunista Mexicano de una revista que diera cuenta del proceso que vivía, mezcla de continuidad de los discursos ortodoxos de una ideología que había permanecido casi estática en nuestro país, y cuya vida había ido desde una fuerza real e importante en la década de 1940 a un largo periodo de vida clandestina que diluyó su peso político, y una reciente legalización operada por el gobierno como parte del proceso de cicatrización de la herida abierta en 1968, y que hacía obligatoria una puesta al día del discurso del PCM. Esto me interesa subrayar: el 68 estaba aún muy fresco, la estrategia del régimen de Luis Echeverría, uno de los responsables directos de la represión, no había funcionado del todo, en buena medida porque era pura retórica de conciliación, como demostró casi de inmediato el Jueves de Corpus, el 10 de junio de 1971, y ya casi al final del régimen, el golpe orquestado contra Julio Scherer García, director de Excélsior, que había impulsado una actitud crítica e inédita contra la democracia sin adjetivos.

Bartra, según él mismo explica, más por una mezcla de circunstancias azarosas que por una razón previsible, asumió la dirección de la revista en un clima adverso en el PCM, gracias al apoyo de una de sus figuras históricas y secretario general en aquellos años, Arnoldo Martínez Verdugo. Ese azar, visto retrospectivamente, tiene, sin embargo, algo de necesidad. Bartra, autor ya entonces de libros importantes, había participado en varias revistas de pensamiento político y había pasado por distintas experiencias de la izquierda latinoamericana, pero había vivido el 68 mexicano desde lejos y su postura no era muy bien vista por las figuras hegemónicas de la izquierda.

Por otro lado, el título mismo de la revista, tomado del órgano del propio partido en la década de 1920, si bien no tenía aún el simbolismo que le daría el conflicto de Atenco, sí tenía un efecto sentimental teñido del heroísmo del comunismo mexicano y una carga de violencia con la cual los que la hacían no comulgaban (de hecho, el título propuesto por Bartra fue Rayuela). Pero también sirvió su sentido simbólico para darle el tono al diseño combativo contra los propios heroísmos de la izquierda, del Lenin con cuernos al Che Guevara warholiano, que tanto rechazo provocaron y que hoy vemos como ingenuos.

Los prólogos del facsimilar abordan y sitúan a El Machete como un hecho político esencial para entender lo que ocurrió con el PCM y con la izquierda mexicana en las últimas décadas del siglo XX. Dan información suficiente, tanto de su recepción pública como de las entretelas, y tienen un sabor aún polémico por los rencores persistentes en contra de esa “inteligencia de izquierda” que no solo acabó con la revista muy pronto, sino que empobreció aún más el discurso con ese signo al no abrirlo a la crítica y a las nuevas tendencias que, por ejemplo, se desplegaban en la izquierda europea.

Me interesa subrayar el contexto de su aparición. En 1971 había surgido, experiencia clave, la revista Plural, con la dirección de Octavio Paz y como parte del proyecto de renovación de Excélsior. Pero la primavera de Excélsior duró solo cinco años, siempre bajo la presión política y económica del régimen, que no toleraba las críticas, y que, especialmente las del prestigiado historiador Daniel Cosío Villegas, molestaban a Luis Echeverría. Lo ocurrido en 1976 ha sido ampliamente documentado por los participantes. De allí salieron el periódico unomásuno y posteriormente La Jornada, también el semanario Proceso, la revista Vuelta e indirectamente la revista Nexos, más un buen número de publicaciones de menor alcance. La intención de extirpar el “tumor crítico” que representó el golpe a Excélsior fue contraproducente: hizo metástasis y diversificó el impulso crítico.

La convivencia de Vuelta y Nexos esquematizó el espectro ideológico, alineando de manera simplificadora a la derecha con la primera y a la izquierda con la segunda. Y remitió a la academia, poco dada a la heterodoxia, a muchos de los pensadores críticos. En ese contexto, al empezar los años ochenta, surgió El Machete. Y lo primero que se planteaba era incorporarse al impulso crítico desde su lado más visible, que no es necesariamente el más superficial: el diseño. En eso intervino de manera fundamental un alumno de Vicente Rojo, formado en la escuela de la Imprenta Madero, Rafael López Castro, dispuesto a entender y a llevar a la práctica el afán provocativo y el humor que Bartra y su equipo usaron de punta de lanza y que, basta con ver las reacciones que provocó en la ortodoxia comunista, fue muy efectivo.

Una de las importantes diferencias con otras publicaciones de izquierda en aquellos años fue su tiraje: 20 mil ejemplares eran realmente muchos cuando ese tipo de revistas se limitaban a los consabidos mil. Además, salió a los puestos de periódicos, rompiendo el cerco de la mala distribución. Era un paso adelante en la superación del encapsulamiento al que se sometía a las revistas críticas. El ejemplo evidente de la importancia de alcanzar un gran público fue Proceso. Pero la mayor diferencia residía en la incorporación de un humor iconoclasta y paródico que tenía su antecedente, si acaso, en la rica tradición de cartonistas mexicanos. La risa no era usual y cuando aparecía solía tener un gusto amargo y no festivo.

Por otro lado, como señalan los prologuistas, era un órgano crítico, pero pertenecía —era propiedad— del Partido Comunista, lo que condicionó su orientación, claramente política más que cultural. Y, además, muy ligada a la coyuntura y a la necesidad de ocuparse de cuestiones si no del todo inmediatas sí necesarias en su momento, como las líneas políticas de los sindicatos, la teoría sobre el movimiento obrero y campesino, el congreso del partido, las problemáticas de las izquierdas latinoamericanas (recuérdese que estaban recientes los exilios chileno y argentino y el entonces todavía esperanzador triunfo del sandinismo en Nicaragua) y, así sea muy tímidamente, la revisión de la Revolución cubana.

Difiero del señalamiento de Domínguez y Concheiro en sus prólogos, de que el modelo fue El Viejo Topo español, no solo porque su línea anarquizante y heterodoxa era ajena al clima cultural mexicano, sino porque tenía una voluntad y un contexto distinto. La transición española fue diferente a la mexicana. El Viejo Topo respondía a un público lector ávido de nuevas propuestas y de recuperación de heterodoxias. Desde luego que El Viejo Topo, como Quimera o Camp del arpa, eran revistas buscadas por el lector mexicano, e influyeron poco en la prensa cultural y no estoy seguro que de manera directa en El Machete. Bartra, es cierto como señala Domínguez, incorporó a algunos colaboradores españoles y eso trajo los aires de renovación que había en el viejo continente y que llevarían al final de la década a la caída del Muro de Berlín y a la disolución de la Unión Soviética.

Los referentes, sin embargo, estaban más cerca: el suplemento La cultura en México de la revista Siempre!, dirigido por Carlos Monsiváis; el Sábado de unomásuno, dirigido por Huberto Batis, en el estatuto cultural aceptado; y la cultura de los fanzines ya entonces en plena expansión, desde la zona marginal (de la misma manera que El Machete influiría posteriormente en revistas de la contracultura como Caos, La guillotina, La regla rota, Generación y La pusmoderna). Lo que hizo El Machete fue golpear un monolito que se derrumbó como un cascaron vacío. Pero el asunto no deja de ser paradójico: una revista fundamentalmente política influyó sobre todo en el área de la cultura.

Esto tuvo que ver con los colaboradores y su trayectoria posterior. Roger Bartra dirigió entre 1990 y 1995 La Jornada semanal, prosiguió su obra de crítica y análisis político cada vez más distante de la izquierda, y desarrolló sus ramas antropológicas en El salvaje en el espejo —su obra maestra— y sus ensayos sobre neurociencia. Humberto Musacchio, después de embarcarse en una fallida aventura con la revista Kiosco, siguió su trayectoria periodística, dirigió un muy bueno pero efímero suplemento cultural, Comala, para El Financiero, y se volvió el autor de imprescindibles diccionarios y enciclopedias y una útil Historia del periodismo cultural en México. José Ramón Enríquez continuó con su obra como dramaturgo y poeta, primero en el DF y luego desde Mérida. Hugo Vargas ha estado como editor en diferentes lugares —la UAM, la BUAP, la revista Este país— y publicó hace unos años un libro sobre arte, literatura y ajedrez, una de sus pasiones. Rafael López Castro es una institución dentro del diseño editorial mexicano.

La prueba del añejo de una revista es siempre su lectura. ¿Qué ocurre con la publicación leída 20 o 30 años después? Nunca se la lee de la misma manera. Para empezar, se agrega nostalgia y se pierde contexto. Muchos de los artículos de El Machete, sin el contexto, son aburridos, mientras que otros, de tan cifrados, son incomprensibles. La revista fue también una tribuna para el posicionamiento del pensamiento feminista en una cultura de izquierda claramente sexista, y en sus páginas se habla ya con frecuencia de un concepto que unos años después, con el temblor de 1985, se volverá omnipresente: la sociedad civil. También es de resaltar el trabajo que realizó la redacción, ya sea sin firma o con iniciales, en secciones como “¿Qué hacer? o “Ropa sucia”, que le daban un tono ligero a páginas a veces sobrecargadas de rollo.

Una cosa difícil de comprender hoy es el enojo que provocó en las corrientes ortodoxas del PCM. Esto me remite nuevamente al 68: el movimiento tuvo algo lúdico que fue lo que más molestó al poder constituido y que lo desconectó de los organismos obreros y sindicales que conservaban el ánimo de combate. En una película emblemática del movimiento —El cambio de Alfredo Joskowicz—, el protagonista dice, ante la irracional violencia del militar: “pero si estábamos jugando”. Tal vez la enseñanza mejor que se pueda recuperar de aquella época, y de El Machete en su cauda, sea la capacidad subversiva del juego.

Sí, la mejor enseñanza de la revista, y que el facsimilar permite recordar, recrear y profundizar, es eso: la risa como elemento constitutivo del pensamiento —herencia de Nietzsche y no de Marx—. Los temas que El Machete puso sobre la mesa —derechos de los homosexuales, legalización de la marihuana, necesidad de la crítica y la autocrítica, importancia de la disidencia— son hoy, 36 años después, tópicos del periodismo cultural. Es cierto que la risa se volvió también cobertura para la ausencia de contenidos e histrionismo de cara al lector, y que proliferaron revistas que hacían de la broma su razón de ser. La batalla se ganó, y con cierta facilidad, dado que el chiste subterráneo y el rumor eran ya una válvula para controlar la presión social. Y sin embargo, hay un asunto que sigue siendo tabú. La revista rompió los esquemas solemnes de una retórica vacía en el Partido Comunista Mexicano y amplió el espectro de la izquierda como un sector amplio y diverso. Por lo que se alcanzó a ver en menos de año y medio —quince números—, no había una política de grupo, menos aún de mafia, como la que suele haber en casi todas las publicaciones, culturales o no, mexicanas.

Hoy es evidente que esta mirada plural e incluyente no echó raíces en México. Se sigue pensando que no tiene sentido hacer una revista si no es para imponer —más que proponer— el punto de vista de quien la hace. Las publicaciones del periodo 1976–1996, mal que bien por gusto o por obligación o necesidad, tuvieron que dialogar entre sí. Hoy es un diálogo de sordos en que no se escuchan unos a otros (y en muchos casos hablan solo para sí mismos). Es una equivalencia impresa de esas sesiones de las Cámaras en que se ofrecen argumentos durante horas para que después se vote por consigna sin haber atendido en lo más mínimo a las razones defendidas o rebatidas. Por eso no hay debate político ni polémicas culturales.

Una lectura más minuciosa de los textos mostraría otras constantes y líneas discursivas que circulan bajo la página y no pocos avisos de lo que se veía venir (Domínguez señala, por ejemplo, la autonomía de los gobernadores, ahora una triste realidad con no pocos de ellos prófugos y casi ninguno sometido a proceso legal, asunto que además se ha replicado en el gobierno de la Ciudad de México con las delegaciones).

La edición facsimilar de El Machete permitirá estudiar más a fondo la historia política y la editorial al poner al alcance de los lectores la colección completa, difícil de encontrar incluso en las bibliotecas en que debía ser un acervo obligado. En esta época en que los fantasmas de las revistas virtuales proyectan su sombra, empobreciendo contenidos, sobre las impresas en papel, hay que celebrar su aparición, no solo como un álbum nostálgico sino como una oportunidad de revitalizar el debate político y cultural.

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