Cómo es la vida. Uno sale del metro, disimulando la miseria con el abrigo ajustado y los mocasines bien lustrados, caminando muy erguido, como si se hubiera tragado un palo de escoba, y lo primero que hace es pisar una caca de perro. ¿Puede haber mayor desgracia cuando uno se dirige al Teatro Real, con la esperanza de apropiarse de un trozo de alta cultura? Me fui a una jardinera, esta vez disimulando la vergüenza y desautorizando las miradas cotillas, y con enjundia embarré ahí la plasta adherida a mi zapato. Luego, para librarme de los residuos, me fui como si estuviera encima de una pista de hielo y no en una superficie de concreto: patinando, pero con discreción. Esto me sirvió para hacer un poco de sociología, mirando con cuidado a los limosneros y a los turistas que abundan en los alrededores del edificio bicentenario donde se presentan las grandes óperas, y al llegar me formé para entrar al estreno de una de ellas, basada en cuatro cuentos de Juan Carlos Onetti: La ciudad de las mentiras.
Me apoltroné en mi butaca, al lado de una señora apestosa a perfume (lo cual agradecí, por temor a que después del infortunio se me haya quedado algún olorcillo extraño) y me dispuse a ver la puesta en escena creada por Elena Mendoza y Matthias Rebstock. Cuatro mujeres (Moncha, Gracia, Carmen y otra sin nombre) crean un mundo paralelo para huir de la hostil y claustrofóbica Santa María (el territorio inventado por Onetti). Una toca la viola, otra el acordeón y dos cantan una ristra de estrofas tan absurdas como trastornadas. Todas quieren escapar de esa burbuja en la que se han metido y para conseguirlo desatan un espiral de mentiras: la celebración, cada noche de luna, de una boda, con vestidazo de novia incluido. Una venganza sentimental con fotos obscenas. La representación de su propia muerte.
Cada interpretación era larga y confusa. Pero como habían anunciado que el espectáculo sería “la reinvención de la ópera”, a ninguno nos dio por abandonar el teatro. Bueno: fue un suplicio. Obviamente es imposible saber qué hubiera dicho Onetti al ver todo esto. Es más: quién sabe si hubiera ido, porque lo a que él le gustaba era pasarse el día tirado en la cama, leyendo y bebiendo whisky. Su viuda, Dolly, sí estaba. Sentada en primera fila, con cara de querer poner orden, pero conteniéndose por el qué dirán, la violinista jubilada sufría en silencio. Y yo maldije mi mala suerte: de una mierda de perro pasé a una mierda de ópera.
A Onetti, señores, hay que leerlo, no convertirlo en un show posmoderno–desquiciado.
Al día siguiente, para compensar mi desdicha, me fui a otro “musical”. En el Palacio de los Deportes de Madrid, ante unas 15 mil personas, Isabel Pantoja reapareció después de cumplir una condena de dos años de cárcel. La acompañaba una orquesta de 70 músicos y 20 coristas. Del homenaje a Juan Gabriel pasó a la copla andaluza y luego al flamenco. En las tres horas del concierto de la tonadillera–ex presidiaria no había nada de intelecto, todo era frivolidad y también puro desparrame de un mundo paralelo de mentiras creado por ella para evadir la realidad, pero qué bien me la pasé. ¡Cómo es la vida!