La atmósfera de aquel sótano en Jiutepec me resultaba sofocante, entre el calor y la humedad de la localidad morelense donde radicaba la anfitriona de afable sonrisa y marcado acento british, pese a radicar en México desde hacía décadas. Me recibió en su casa dentro de aquel fraccionamiento de los suburbios de Cuernavaca, donde pintaba sus melancólicos cuadros de mujeres solitarias, al tiempo de mantener el recuerdo de su difunto marido, uno de los autores más entrañables de la literatura mexicana.
No olvido mi emoción entremezclada con la dificultad para jalar aire aquella mañana del año 2000, al observar por primera vez las fotografías que, gracias a su generosidad, ilustrarían el libro que publicaría con las correrías de Jorge Ibargüengoitia y su compinche Manuel Felguérez, ambos uniformados de scouts: ahí estaba, resguardada dentro de un bastidor de madera azul cielo con cubierta de vidrio, sus solemnes miradas franqueando al abanderado que monta guardia frente a la tumba de El Soldado Desconocido durante el Jamboree de 1947, reunión mundial relatada por Ibargüengoitia en “Falta de espíritu scout”, lo cual demuestra, contrario a lo plasmado en aquel hilarante relato netamente autobiográfico, cómo no fueron a Francia solo a echar chacota.
Pero fue otro bastidor colgado en la pared el que atrajo todavía más mi atención, al percatarme que resguardaba los escudos —también conocidos como “parches” en el argot scout— de diversos eventos a los que asistiera su propietario original y, para mi enorme sorpresa, conservaba la viuda en su casa–estudio de Jiutepec. Ahí estaba el del Campamento Nacional de 1947, celebrado en El Nogalar, Nuevo León, primero en celebrarse lejos de los alrededores del Valle de México, al que asistirían 800 muchachos luego de pagar los cinco pesos de inscripción con comidas incluidas; otro era un pedazo de cuero crudo pirograbado con el emblema del siguiente Nacional, celebrado dos años después en El Salto, en el corazón de la Huasteca potosina. Pero mi vista se congeló en el pedazo de tela cuadrado con la flor de lis y la leyenda “Jamboree Mondial de la Paix”, al que aludía Ibargüengoitia en “Falta de espíritu scout”.
—¿Todavía existe el grupo donde estuvo mi marido? —la pregunta de la afable anfitriona me sacó de mi ensimismamiento.
—Sí —alcancé a balbucear sin entender la intención del cuestionamiento.
—Yo creo que les gustará tener esas insignias; lléveselas, por favor —me dijo.
Luego de eso, el aire de aquel sótano me resultó por un momento irrespirable, aunque ya no podía achacarlo al calor y la humedad de Morelos.
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Los “parches” constituyen el principal elemento de memorabilia scout —que, como en otros ámbitos del coleccionismo, cuenta con apasionados practicantes alrededor del mundo—, en particular los correspondientes a los campamentos nacionales y, sobre todo, los jamborees mundiales. En ese sentido, los que conservaba la viuda de Ibargüengoitia equivaldrían al dedo meñique momificado de san Francisco de Asís, en materia de reliquias. Más aún al encontrarse en los escritos del fallecido literato referencias a los eventos que emblematizaron.
Sobre el Campamento Nacional Scout de El Salto, celebrado en 1949, relataría en una de sus colaboraciones periodísticas de Excélsior, recopilada por Guillermo Sheridan en Autopsias rápidas (Vuelta, 1988): “El otro día, que estaba haciendo recuerdos de Viernes Santo, me vino a la memoria el más espectacular. Fue un campamento de scouts en El Salto, San Luis Potosí. El Salto, para el que no lo conozca, es una caída de un río que evidentemente lleva agua muy cargada de sulfato de cobre, porque en tiempo de secas es azul y ha dejado con el tiempo un sedimento que tomó la forma de conchas. De manera que bañarse en El Salto es como hacerlo en una fuente gigantesca diseñada por Gaudí. La vegetación es tropical, el clima caliente, pero benigno, la temperatura del agua, fresca pero no demasiado. En resumidas cuentas, el lugar es paradisiaco”.
Aunque, sin duda, la joya de la corona es el parche del Jamboree francés de 1947, reunión plasmada en las páginas de La ley de Herodes (Joaquín Mortiz, 1967): “El Jamboree era un pueblo enorme, con tiendas de campaña en vez de casas y scouts en vez de habitantes. Había zonas comerciales, restaurantes, puestos de bomberos, unos excusados públicos de cartón que al octavo día empezaron a disolverse, iglesias de todas las creencias, etc. Había scouts zapateros, scouts armeros, scouts plomeros, scouts bomberos, scouts intérpretes y scouts policías. Había scouts estafadores, como un viejo eclaireur que nos compró dos dólares al cambio oficial.
“Felguérez y yo acampamos en el Campo Zodiaco, que era el lugar de los scouts irregulares y la Capua del Jamboree. Junto a nosotros estaban los españoles, que eran unos vejestorios de treinta y tantos, que sabían de memoria las obras completas de Cantinflas; un poco más lejos estaban los turcos, que eran muy perseguidos por Mustafá Kemal; había scouts austriacos, alemanes desnazificados, persas, kurdos y un japonés”.
Gracias a la generosidad de la pintora inglesa de afable sonrisa que radicara en Jiutepec, el bastidor de madera azul cielo con las insignias scouts de Jorge Ibargüengoitia está resguardado en el edificio de Córdoba 57, en la colonia Roma, donde se encuentran las oficinas de la Asociación de Scouts de México, la agrupación de la que formó parte durante su juventud y retrató con deliciosa malicia en su obra literaria. Aunque todavía carecen de una placa que identifique a su propietario original, el scout más famoso de la literatura mexicana.