Se va, se acaba la Feria. Última jornada del encuentro en el que Madrid ha brillado con luz propia y la de toda España, tan necesitada por estos días de reivindicación nacional, que no nacionalista (con la que juega toda esa gente que tanto se llena las manos de banderas, la boca de palabras como raza y sangre, y que quisieran que en lugar de países las comunidades, ya atomizadas, se organizaran como guetos).
En el contingente transatlántico vinieron los grandes autores y también los jóvenes; las grandes editoriales y otras que no por pequeñas son igualmente entusiastas a la hora de publicar maravillas.
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La relación editorial de España y México tiene raíces profundas y momentos muy disímbolos. Fue en 1539 cuando el arzobispo Juan de Zumárraga recibió la primera imprenta venida de Europa. La revolucionaria máquina fue instalada en la Casa de las Campanas, en la esquina de lo que son ahora las calles Moneda y Licenciado Primo Verdad; y ahí comenzó a usarla el mítico impresor Juan Pablos.
[OBJECT]El franquismo, como se sabe, daría un vuelco oscurantista a la industria del libro española y muchos de los mejores editores huyeron. Para fortuna nuestra, algunos llegaron a México e impulsaron diversos proyectos. En cualquier caso, fueron editoriales como el Fondo de Cultura Económica las que nutrieron a las mejores mentes que prepararían la transición democrática.
Cuando uno ve la FIL poblada de sellos que aquí y allá mantienen y enriquecen este vínculo secular, celebramos doblemente la presencia de Madrid que solo oficialmente concluye, pero que es y seguirá siendo cotidiana a través del libro.
Ahora se prepara Portugal para el relevo. Un servidor ya está saboreando, junto a sus mejores oportos, la presencia de algunos autores y obras inmensas que habrán de tenerse en cuenta para el próximo encuentro librero.
Vamos a tener que ir dejando en un estante muy a la vista la grandeza clásica de Luís de Camões, la genialidad universal de Fernando Pessoa y sus distintas voces como Álvaro de Campos, Alberto Caeiro o Ricardo Reis. Y eclipsado por estos últimos, pero no menos importante, el poeta Mário de Sá-Carneiro.
Sabremos más también de esas figuras, algo olvidadas hoy pero fundamentales, como Álvaro Feijó o Carlos de Oliveira; de las valientes autoras como Maria Isabel Barreno, Maria Teresa Horta y Maria Velho da Costa, que retaron a la dictadura con la belleza de sus obras.
Los lectores de José Saramago se cortarán las venas recordándolo, pero ojalá se consuelen con la más notable figura viva de las letras portuguesas que podría acudir si corremos con suerte: António Lobo Antunes.
Nos esperan, pues, grandes saudades, buen vinho verde, mágicos fados e inmensos placeres literarios.
ASS