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Esa esclavitud cotidiana

México ha evitado durante seis años ratificar el convenio 189 de la Organización Internacional del Trabajo, que reconoce al empleo doméstico los mismos derechos que al resto de los trabajadores.

El viernes pasado se publicó en El País un reportaje sobre las trabajadoras domésticas en México, que detalla (una vez más) los pormenores de una institución económica abiertamente neoesclavista, que continúa perpetuándose por razones obvias, es decir, porque a quienes detentan el poder en nuestras sociedades, y quienes hacen las leyes, les favorece absolutamente. Uno se entera con gran asombro, por ejemplo, de que México ha evitado durante seis años ratificar el convenio 189 de la Organización Internacional del Trabajo, que reconoce al empleo doméstico los mismos derechos que al resto de los trabajadores. Para decirlo con claridad, lo anterior implica que el Estado mexicano considera que 2.4 millones de mujeres no deben de gozar de la protección mínima que ofrece la de por sí precaria legislación laboral.

Es curioso que cuando aparecen libros, películas u otras expresiones artísticas sobre el tema de la esclavitud nos horroricemos y manifestemos nuestra incredulidad frente al hecho de que hace no tanto tiempo existían aún ese tipo de relaciones laborales, en tanto en nuestras narices sigue existiendo, incluso en términos jurídicos, una institución con tintes esclavistas pues, de nuevo, el propio Estado mexicano no considera que las empleadas domésticas deban ser protegidas por la legislación laboral.

¿Por qué?, es la pregunta evidente frente a esta aberración. La primera respuesta, insuficiente ya de entrada, es que admitir que esos 2.4 millones de mujeres también son trabajadoras implicaría una carga sumamente onerosa para la Seguridad Social. Entonces, por supuesto, la respuesta obvia es condenarlas a jornadas laborales que exceden por mucho la normativa de las ocho horas, cobrando un sueldo rebajado por el privilegio de permitirles malvivir en un cuartucho en la casa para la que sirven, comiendo alimentos que evidentemente no son los mismos que configuran la dieta de la familia a la que sirven, sin acceso a salud pública, sin por supuesto cotizar para tener una pensión para el retiro, y sujetas a todo tipo de humillaciones y vejaciones, incluyendo sexuales, pues además muy comúnmente forman parte del ritual de iniciación de los señoritos de la familia.

Y quizá la humillación final proviene de su lugar en el imaginario colectivo, pues cotidianamente se emplean términos como gata y chacha para referirse a ellas, y es también muy común la parodia televisiva que las retrata como si fueran poco menos que imbéciles. Quizá sea mucho pedir una legislación que las incluya, pues ello supondría inscribir su trabajo dentro de los límites normales de una relación laboral y, además, los patrones tendrían que destinar parte de sus ingresos a contribuir a la red de seguridad social y, como todos sabemos, la vida cada vez se pone más cara.

Sería deseable, entonces, realizar una investigación para ver qué porcentaje de nuestras autoridades emplea en estas condiciones de casi esclavitud a una empleada doméstica, y con ello podríamos también comprender por qué no existe el menor interés por mejorar la situación de un colectivo que compone más del 2 por ciento de la población del país.

Por suerte, también a ellas les queda el consuelo de que si sirven correctamente y proporcionan un vínculo afectivo para las a menudo atribuladas vidas de los patrones, en contadas ocasiones acceden al paraíso de ser consideradas “como de la familia”.

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Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de Notivox DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
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