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Cristina Pacheco: Una travesía en tren y otras historias

[Entrevista]


En el primer cuento de El eterno viajero —que le da título al libro—, la protagonista comienza un diario a partir de la despedida de su esposo, que ha emprendido un viaje en tren. Es una costumbre entre ellos cada vez que él abandona la ciudad, una manera de seguir conversando, de contarse todo lo que les sucede mientras están separados.

Al regresar de la estación donde lo ha dejado y abrir la puerta de su casa, por costumbre, le grita un saludo y sube a verlo a su cuarto. No está, por supuesto. Están, en cambio, sus cosas en desorden y ella siente la urgencia de comenzar el diario, lo hace en un pequeño cuaderno que fecha el 26 de enero. “Mañana —dice— escribiré en la primera libreta de las muchas que tendré que llenar contándote mi vida hasta el día en que vuelvas. Ya sé que esta vez no será pronto. En cierta forma es mejor: me dará tiempo de cumplir con todos tus encargos, entre ellos encontrar la pluma negra con la que tenías mejor letra. Eso me recuerda otro de mis pendientes: descifrar lo que escribiste en hojas sueltas las noches anteriores a tu viaje”.

En el segundo cuento, “Agendas”, Eugenia mira sobre su escritorio la que corresponde a 2015; en un cajón se encuentran las de otros años donde ha escrito reiteradamente un propósito: “Huir de los recuerdos tristes”. “Aun no ha cumplido con él —precisa la narradora—. Es uno de sus pendientes. Lo saldará en 2015 y lo anota en su nueva agenda como objetivo prioritario de un año que sin duda será mejor. Su certeza se origina en la evocación de las experiencias vividas en 2014: el más implacable y cruel de todos los calendarios”.

Estos son dos de los cuentos en los que, sin nombrarlo, José Emilio Pacheco aparece en El eterno viajero: ahí están el día y el año de su muerte. Los otros son “Carta de relación” y el que cierra el volumen: “Sin…”, título sugerido por Jacobo Zabludovsky.

En la sala de su casa, en la colonia Condesa, entre flores, libreros y fotografías de José Emilio, solo o con su familia, Cristina Pacheco habla del por qué de estos cuentos.

“La razón es obvia —dice—, su ausencia cambió mi vida, mi manera de ver las cosas. Fue la persona a la que le contaba todo e incluso escribía un poco para divertirlo, para entretenerlo. ¿A quién podía decirle lo que me estaba pasando sin él? Además, no pude detenerme a pensar en lo que me estaba sucediendo, porque no hubiera podido salir adelante, era muy difícil. Entonces él se hizo mi confidente en otro sentido, de otra manera. Escribir era como hacer un reporte para él y para otras personas —no sé si existan o no— que habían tenido una pérdida de esta magnitud.

“Escribir estos cuentos, que además aparecieron en un periódico —La Jornada— que él procuraba tener muy temprano los domingos para tranquilizarme y decirme: ‘No te preocupes, salió tu texto’, es una forma de prolongar su presencia; siempre me acompaña”.

Por eso lo convierte en un viajero.

Estaba en el velorio en El Colegio Nacional, se me acercó el doctor (José) Narro y me preguntó: “Cristina, ¿qué va a hacer?” Le respondí: “Estoy pensando que él se fue en un tren”. Se me quedó viendo y me dijo: “Claro, claro que está de viaje y va a regresar”.

Le agradecí sus palabras y en cuanto volví a la casa me puse a escribir ese texto, porque dije: ¿qué hago? No sabe usted lo que es entrar a una casa vacía, después de que estuvo completamente llena. No saludarlo, como lo saludaba desde la puerta, no hacer el reporte que le hacía siempre de lo que había visto en la calle. Él me presionaba, literalmente: “¿Qué había? ¿Qué viste? ¿Qué decía la gente? ¿Qué había en los puestos de periódicos? Y… ¿Qué me trajiste?” Siempre le traía algo, un regalo, pequeño o grande, no importaba. Que todo esto me faltara de un momento a otro, fue muy difícil; sobre todo el silencio, entrar a la casa y no oír más que mis pasos.

El texto lo publicó casi de inmediato…

Sí, al siguiente domingo. Desde entonces he mantenido un diálogo permanente con él, pero ¿sabe qué?, me importa mucho no exhibir mis sentimientos, no de forma directa. En los cuentos, en los que nada es real, nada, los personajes pueden hablar de él mucho más que yo. Por eso ni siquiera lo menciono, ni siquiera hay dedicatoria, no quiero.

“Sin…”, el cuento final, es muy triste. En un momento la protagonista dice: “La otra mañana, al despertar y oír los primeros ecos de la calle, pensé en todas las cosas que haría sin la presencia de la persona más querida”.

Yo le había puesto otro título. Jacobo (Zabludovsky) lo leyó en su programa de radio y dijo: “Si yo fuera el autor de este cuento, le hubiera puesto ‘Sin’”. Lo escuché y pensé: “Claro, si la clave de mi vida ahora es sin”. Es una clave, tengo que aceptarlo, y le cambié el título por Jacobo, quien fue muy generoso en sus lecturas de mi trabajo.

El libro es una mirada a la Ciudad de México.

Ella es el personaje… Ella me sugiere tantas cosas, me ayuda a trabajar. La fascinación de mi vida es ese personaje y la hago estar presente, por ejemplo, cuando alguien dice: “Esta calle ya no la reconozco” o “Aquí había tal cosa” o “Se cayó tal edificio”. Está en muchos de mis cuentos, siempre hay una calle por donde va alguien, o amantes que se encuentran en un jardín. Ella lo envuelve todo. Me causa una gran emoción pensar en ella, pero además la pienso como persona: me ha acompañado toda la vida, me ha dado todo, y me tolera.

Caminando por ella he encontrado amigos, sitios que nunca había imaginado. Me divierte muchísimo y me duele terriblemente lo que le está pasando, con una degradación —en muchos aspectos— que la ciudad no se merece, de ninguna manera.

Sus personajes suelen vivir en la pobreza…

Es un mundo que conozco y con frecuencia lo encuentro en mis andanzas como periodista. Crecí en la pobreza, a veces nos sentíamos desesperanzados, pero siempre había una rendijita, algo que nos salvaba. Era el talento de mi madre para convertirlo todo en otra cosa; siempre nos contaba algo, y con sus historias y su extraordinario sentido del humor, nos sacaba adelante.

En uno de sus cuentos —“El milagro”— habla de una mujer capaz de hacer de comer para toda la familia con un solo huevo, algo que parece imposible.

Esa mujer existió. (Vivía —dice en el cuento— en “un departamento de dos cuartos para ella, su esposo Danilo y siete hijos —el menor, Ricardo, afectado de parálisis”) Un día entró a trabajar a un hospital público, usaba un uniforme blanco con una capa azul de tirantes cruzada sobre el pecho. Le daban un huevo para su desayuno y en vez de comérselo lo guardaba para compartirlo con su familia. (“Revuelto con frijoles y bastantes pedacitos de tortilla aquel huevo nos alimentó a todos”, dice la narradora.) Era una mujer de una fuerza tremenda, brusca, enérgica; tenía el pelo demasiado crespo y los labios delgados; se reía y no la favorecía ni siquiera la sonrisa. La admiré mucho y ahora la admiro más. Un día le dijeron que tenía cáncer: “Está bien”, respondió. Se fue a su casa y siguió haciendo todas sus cosas hasta que se murió.

En “Una jaula vacía”, la protagonista vive en una residencia de ancianos, tema que usted frecuenta en su literatura.

Las casas de ancianos, que a veces se convierten en morideros, son mi obsesión. Conocí a una mujer casi ciega en una de esas casas, en un patio muy frío. Me senté con ella en una banquita; como estaba cantando un canario, me dijo: “Dígame cómo es el amarillo, ya no me acuerdo”. Quería era saber cómo era el amarillo para entender el canto del canario, o al revés, no lo sé. Traté de describirle el canario, espero que eso la haya hecho recordar cómo era el amarillo.

También aborda el rechazo a los viejos.

Para la familia, a veces, suelen ser un estorbo: hay que mantenerlos, cuidarlos, animarlos, tolerar sus cosas. Los viejos dejaron de ser un libro fantástico donde la vida había escrito millones de experiencias, para volverse una carga: una boca más, un sitio más. En una casa pequeña un individuo más es demasiado.

Pero yo los acompaño, respeto muchos a los viejos, me agradan, los admiro porque han sobrevivido. Y me atraen mucho los asilos porque las cosas que uno ve y escucha son impresionantes, y no es que los viejos no tengan recato, sino que ya no tienen que quedar bien con nadie. Le cuentan a usted las cosas como ellos las interpretan —no sé si así sean en realidad.

En una casa para ancianos, en Cuernavaca, un día vi a Carlos Campos. No quedaba nada del famoso director de orquesta, más que los zapatos de charol. Me decía que viera sus discos, los tenía todos —su cuarto estaba muy ordenado—. Me habló de los tés danzantes, del (Salón) Riviera y otros lugares donde había tocado. Me dio mucha pena dejarlo. La casa estaba como en un montículo, cuando iba saliendo me volví y él estaba de pie, solo.

Algo me había dicho de la soledad y el abandono. Muchas veces he pensado en él. Una cosa que se me quedó grabada fue cuando le pregunté: “¿Baja usted a Cuernavaca?” y me respondió: “Para qué, no tengo un centavo”. Él, que había ganado todos los premios, estaba ahí, solo, sin dinero.

¿Qué le gusta más, el periodismo, la literatura?

No podría vivir sin ninguno de los dos. El periodismo me fascina, me parece un privilegio enorme ser testigo y notario. En el periodismo, como en la literatura, vive usted muchas vidas. El lenguaje en ambos tiene que ser muy preciso, pero aspiran a cosas diferentes. El del periodismo aspira a informar, el de la literatura a inventar. Un día le pregunté a (Mario) Vargas Llosa: “¿Cómo puedes hacer tus discursos con el mismo lenguaje que el de tus libros?” “Porque es el mismo —me dijo—. En uno pretendo ganar adeptos y en el otro lectores, pero es el mismo”.

¿Qué tiempo le dedica a cada uno de sus cuentos? ¿A qué hora escribe?

Entre semana escribo siempre en la tarde; el sábado, desde la mañana. En la tarde porque ya se fueron las personas que trabajan aquí y no tengo que salir —procuro hacer todas mis otras actividades temprano—. A cada cuento le dedico una semana, a veces más; lo voy trabajando, afinando. Luego, todo el sábado reviso el que se va a publicar el domingo.

¿Qué significa para usted el reto semanal de “Mar de historias”?

Estas historias son mi café, mis flores, las plantas que compro, lo que regalo. Me gusta pensar que vivo para escribir pero también que vivo de escribir, aunque gane poquito con mis cuentos. Soy una trabajadora, como una costurera, como un maestro, como lo que usted quiera, nada más que mi trabajo consiste en ver lo que hacen todos los demás.

¿Qué sensación le deja verlos reunidos en un nuevo libro?

La de que indudablemente quiero ser escritora. El cuento es un género muy difícil, que he practicado toda mi vida y todavía no domino. Al ver el libro, lo primero que encontré fueron mis errores; después, mis obsesiones: la soledad, la vejez. La enfermedad me da miedo, pero sobre todo la separación. Para mí es terrible separarme, de un trabajo, de mis amigos…

Es un libro lleno de adioses.

Sí, porque en mi vida ha habido muchos adioses ya. Eso me lo dijo una vez Pedro (Ocampo Ramírez) y no se ha equivocado en nada, le atinó a todo perfecto: “Un día te va a pesar la edad porque vas a ver la cantidad de gente que se está yendo”, y ya son muchas despedidas de gente muy querida. José Emilio concentra a todas, por supuesto, aunque no siento que esté ausente, está aquí, absoluta, totalmente.

El libro es un diálogo con él.

Sí, así comencé a escribir, contándole cosas por carta. Él se quedó con la costumbre de leer esas cartas y ahora, siempre, me acompaña al escribirlas.

Ha dicho que José Emilio era su primer lector.

Los sábados por la tarde leía el título —yo soy medio mala para los títulos: o son muy largos o venden la historia o no dicen nada, soy pésima. Era el primer lector del título; me decía si le parecía bien o me sugería cambios.

Las tardes y las noches del sábado eran muy gratas porque nos sentábamos a comer largamente, cualquier cosa, lo que hubiera en la casa; bebíamos una botella de vino y nos platicábamos nuestras cosas. Yo le platicaba, por ejemplo, mi cuento, y él me platicaba de sus viajes. Y el domingo, tempranito, bajaba, tomaba el periódico y me gritaba: “No te preocupes, salió tu cuento”, porque yo dudaba de si me lo iban a publicar o no.

¿Cómo era la relación entre ustedes como escritores?

Él sabía lo que yo escribía, siempre. En algún momento, él comenzó a dictarme, algo muy grato para mí, aunque a veces me inquietaba porque se quedaba callado mucho tiempo, mucho, fumando. De pronto me decía: “Inventario”. Me dictaba el título y de ahí en adelante, sin fallar en nada.

Verlo pensar era muy bonito; veía cómo iba armando el artículo en su cabeza. En ocasiones me decía: “Déjame comprobar esta fecha” o me pedía un diccionario o una enciclopedia. Trabajé mucho tiempo con él, sobre todo en los últimos años.

Él sabía que los sábados eran mi día, que tenía que dedicarme a mi cuento. Desayunábamos muy temprano; después, se subía a hacer sus cosas y yo me quedaba abajo, escribiendo. En algún momento, yo subía a visitarlo o él venía a visitarme. Me preguntaba “¿Cómo vas?, ¿qué pasó?” Cuando me atoraba, sobre todo porque a veces tengo el vicio de meter muchos personajes, me pedía que le explicara el motivo. Le decía: “Es que fulano hizo tal cosa y…”. “No —me respondía—. Ahí sobra algo, empieza al revés; estás viendo las cosas desde un ángulo, vete a otro y quita al que te está estorbando, no tiene por qué estar ahí si dices que no puedes hacer que haga algo”. Me decía cosas muy prácticas. Luego venía la recompensa de la comida…

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José Luis Martínez S.
  • José Luis Martínez S.
  • Periodista y editor. Su libro más reciente es Herejías. Lecturas para tiempos difíciles (Madre Editorial, 2022). Publica su columna “El Santo Oficio” en Notivox todos los sábados.
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