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Cien años de soledad: un libro, una puerta, un espejo

Cuando llegaban los húngaros al pueblo de mi padre, mi abuela se moría de miedo. Pensaba que le iban a robar a uno de sus hijos, porque a eso venían, a robarse lo que podían

Cuando llegaban los húngaros al pueblo de mi padre, mi abuela se moría de miedo. Pensaba que le iban a robar a uno de sus hijos, porque a eso venían, a robarse lo que podían, esas gentes sin patria ni oficio ni beneficio ni alma. Mi padre no obedecía a la abuela y se escabullía para acercarse a los tendajones de los mentados húngaros, que no eran otros que gitanos que viajaban por las serranías, cargando los prodigios del mundo entre caminos lodosos. Nunca se robaron nada de casa de mis abuelos; al contrario, mi abuelo les compró un perro que resultó bueno para arriar ganado. El Capitán se llamaba, y murió de viejo, sin que nadie lo notara, a los pies de mi abuelo.

En el circo que los húngaros traían al pueblo de mis mayores pensé cuando leí las primeras líneas de Cien años de soledad, cuando el general Aureliano Buendía recuerda “aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”. Ese era exactamente el universo de mi padre en aquel momento, y las historias que nos contaba sobre su niñez estaban retratadas en Macondo. Mi padre, como todos los niños de aquel caserío en el que creció, andaba descalzo. No había en su entorno ni luz ni agua potable ni escuelas ni carretera. Para llegar al pueblo más cercano había que hacerlo a lomo de caballo. Papantla estaba más o menos a cuatro horas de distancia, pero en temporada de lluvia el lodo le llegaba a los caballos hasta el pecho y se formaban agujeros en el camino donde iban metiendo y sacando las patas para avanzar. A ese paso se podían hacer hasta seis. Mi abuela se dedicaba al beneficio de la vainilla y mi abuelo se contrataba para arar la tierra con dos caballos que había entrenado para eso.

Justo en esa época, finales de la década de 1930, a esa región llegó la Wimber Banana Co. y trajo consigo el progreso. Grandes extensiones de tierra se sembraron de plátano, que se transportaba en barcos al extranjero. Exactamente eso ocurre en la novela de Gabriel García Márquez: las plantaciones bananeras traen prosperidad a Macondo. Recuerdo que la leí de corrido, visualizando cada una de las escenas como si se estuviera hablando de la historia remota de mi familia. Ahora que escudriño mi ejemplar del libro, me doy cuenta de que no es tan viejo como pensaba, a pesar de que tiene las hojas amarillas y el lomo remendado con diúrex. Conserva la célebre portada de Vicente Rojo, pero se trata de la edición 52 de Editorial Sudamericana, de la que se imprimieron 15 mil ejemplares en Argentina en 1979. Es decir, doce años después de que se publicara por primera vez. Yo la leí muy probablemente diez años después, cuando ya estudiaba la universidad y mi calentura juvenil me hizo devorar los libros que había en mi casa, que eran de dos tipos: novelas de suspenso que coleccionaba mi madre (a Agatha Christie, por cierto, la acabé odiando) o libros marxianos o marxistas de mi padre. De todo lo que encontré ahí, que a decir verdad no era mucho, el único que conectó con mi imaginación desaforada y de inmediato me transportó a todas esas historias que escuché en el rancho en el que pasé los veranos de mi infancia fue Cien años de soledad. Y ahora que lo reviso de nuevo, lo vuelve a hacer.
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Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de Notivox DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
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