La vida del barrio, la calle y los amigos, el Conservatorio Nacional de Música y sus profesores, la disciplina y, también, la indisciplina, son algunos de los elementos que configuraron el oficio de Armando Rosas, que hoy, a las siete de la noche, celebra 30 años en la música con un concierto en el Teatro de la Ciudad Esperanza Iris.
Es la gran fiesta del compositor y cantante, que inició su carrera discográfica con Tocata, fuga y apañón (Ediciones Pentagrama, 1987), en el que participó la Camerata Rupestre, incluye la aparición del álbum El oficio mío (Ediciones Pentagrama, 2017). En él participan músicos de diversos géneros, como el chelista Javier Platas Jaramillo, las cantantes Georgina Meneses y Malena Durán, los pianistas Astrid Morales y Baldomero Jiménez, el multiinstrumentista Ernesto Anaya, y los contrabajistas Mario Cortés y
José Luis Montiel, entre otros.
Rosas se autodefine como “un compositor que ha admirado a otros compositores que son capaces de enfrentarse a diferentes géneros y siempre salen airosos. Por ejemplo, Agustín Lara hacía un tango, un bolero o un pasodoble, y siempre obtenía buenos resultados. Mi admiración también para los compositores que se manejaron dentro del mundo de la música popular y mantuvieron un pie en la academia. Por ejemplo, Mario Kuri Aldana, de quien todos conocemos su bolero ‘Página blanca’, pero por otro lado hizo mucha música sinfónica”.
¿Cómo fue tu formación musical?
Tuve la suerte de escuchar muchísima música. Primero la música que abrevas de niño en el barrio —nací en la colonia Doctores y después viví en la Obrera y en la Tránsito—, como la Sonora Santanera y los tríos, que es lo que se escuchaba en las posadas y en cualquier festejo. Después vino mi encuentro con la gran música en el Conservatorio, con autores como Stravinski, Piazzolla y Bach, pasando por guitarristas con Leo Brouwer. Eso también me marcó. Finalmente, mi forma de entender el mundo de la música tiene todas esas variables.
¿De quién te nutriste como letrista?
Soy admirador de Álvaro Carrillo y desde luego de José Alfredo Jiménez. Sigo sobre todo de aquellos músicos que hacen un buen texto, pero también hacen una buena melodía. Las grandes canciones son aquellas que han sido acompañadas de grandes melodías. Por ejemplo, “Bésame mucho”, de Consuelito Velázquez: un buen texto, pero lo que la hace universal es su genialidad melódica. Yo pongo atención a que la melodía esté bien construida, que se desarrolle y tenga un clímax.
¿Cómo surgió “El oficio mío”?
Coincidió con los 30 años de la aparición de Tocata, fuga y apañón, que se editó en 1987. Fue un disco un poco accidentado, porque inicialmente iba a ser producido por un estadunidense conocedor de la música mexicana. Hicimos maquetas, pero no llegamos a nada. Entonces decidí, como siempre, emprender la producción por mi cuenta, así que de San Francisco se fue a Ciudad Neza —como diría Rafael Catana, “una polvareda me lleva a Ciudad Neza”—, y ahí arrancó por segunda ocasión.
Es un disco grabado en distintas geografías.
Sí, la amistad lo fue llevando lejos. Se fue a Mérida, gracias a la hospitalidad de la cantante Malena Durán; luego de obligado paso por el Distrito Federal, concluyó, por invitación de José Luis Montiel, en Amberes, Bélgica donde se grabó la última parte. Así se fue conformando el disco, siguiendo esa ruta de invitaciones de amigos.
¿Qué camino tomaron las canciones con estas colaboraciones?
Cada estudio les dio su propio sabor y, en algunos casos, cada productor las llevó por el camino que creyeron pertinente. Por ejemplo, José Luis Montiel hizo un bolero que de repente se va para la salsa, que es lo suyo. En el caso de “Después de todo”, rola que produjo Pepe Torres, se la llevó hasta el tango, mientras que otra se fue al son veracruzano... Es un disco que, tras su atormentado principio, gocé mucho.
¿Cuál es la misión del artista?
Tenemos que comunicarnos con nuestro público. No soy de la idea de ser complaciente, y este disco lo es muy poco: no es atractivo como mercancía. El disco viaja por muchos géneros y pasa por la música de concierto. Es la ventaja de la independencia: hacer exactamente lo que te viene en gana. Finalmente, cuando dominas el oficio puedes salir airoso después de meterte en camisa de once varas.