Más Muhammad Ali, menos Mayweather

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EL ÁNGEL EXTERMINADOR

Jairo Calixto Albarrán


“Ali, bomayé/ Ali, bomayé/ Ali, bomayé”. Era el grito que se convertía en mantra al ser repetido al infinito por aquella multitud rabiosa que se agolpaba aquel 31 de marzo de 1974 en Zaire, hoy devenido en la República Popular del Congo, ante el cuadrilátero de la verdadera y auténtica Pelea del siglo (no las mamarrachadas del Canelo) que se convertía en rugido selvático.

“Ali, bomayé/ Ali, bomayé/ Ali, bomayé”. (Ali, mátalo, Ali, mátalo, Ali mátalo).

Y se referían a George Foreman, el favorito en aquella confrontación, una bestia enchida de rencor, ávido de dólares, notoriedad y de darle una lección brutal a aquel tremendo hablador que traía no solo un nombre nuevo (ya no era Cassius Clay, su nombre de esclavo, como él mismo decía, lo había cambiado por el de Muhammad Ali, adquirido durante su estancia en la cárcel por su relación con hermandad musulmana, que lo protegía), sino que había roto todos los esquemas del deportivismo tradicional.

Y es que Alí era de todo y sin medida: un provocador, un generador de impulsos, constructor de discursos políticos y el más grande creador de todos, capaz de decir cosas como la siguiente: “Un hombre que tiene la misma visión del mundo a los 50 años igual que la que tenía a los 20, entonces ha desperdiciado 30 años de su vida”. O “Los campeones no se hacen en los gimnasios, están hechos de algo intangible que tienen muy adentro. Es un deseo, un sueño, una visión.

El dictador carnicero, Mobutu Sese Seko precedía aquella histórica batalla instalada en Kinshasa, donde el oriundo de Louisville, Kentucky, buscaba recuperar el cinturón de campeón de los pesos pesados, donde solo mayestáticos iguanodontes pueden abrirse paso en la lucha por convertirse en el macho alfa dominante. Mobuto había sido llevado a esos territorios por otro sátrapa de extraños pelos rizados, Don King, el hombre que transformó al boxeo en el imperio del muladar, los arreglos, el billete grande y el show desmesurado, pero monstruoso.

En México tuvimos un legendario representante de los pesos completos, El Macetón Cabrera, un conglomerado de impedimentos motores pero que se la rifaba con vigor y con rigor, con nobleza y actitud.

Como a todos los chicos de mi generación, educados bajo el régimen de la morigeración y el autogobierno, Ali me caía gordo. Demasiado bocón, demasiado autocomplaciente, demasiado mamón, demasiado pagado de sí mismo, nada que ver con mi verdadero héroe, Pepe el toro, el simpático carpinterito que era la encarnación de la humildad tan natural del boxeador mexicano (a lo mejor se volvían priistas como el Ratón Macías —mucho más digno que Juan Manuel Márquez que un día antes de un proceso electoral peleó con un logotipo del PRIcámbrico temprano en el calzón—, alcohólicos como Mantequilla Nápoles o devenían en héroes trágicos como Sal Sánchez, pero los unía un mismo tono de bajo perfil, salvo El Púas Olivares que era el puro folclor mediático, candor rocambolesco y carisma ñero.

Hoy, para cualquier muchacho lo natural es el duelo de mandíbulas que se da entre los Mayweathers que dominan el escenario con sus lamentables shows de labia ridícula y presunción irredenta a ritmo de rapeos más ladillosos y puercos que contestatarios. Ese intercambio de frases hechas y cronometradas falsamente salvajes que terminan por convertirse en sketch de Sabadazo, una triste copia de lo que el maestro Ali inventó en uno de sus bien consensuados arrebatos: el habla como un tercer gancho al hígado; la lengua como fuente de ritos obnubiladores debidamente provistos de un guante rudo, rasposo y sobrecargado.

Tengo clarísimo que me reconcilié con Ali exactamente por lo que hoy jode al siniestro y melifluo Donald Trump, cuyo pensamiento autoritario y pendejo ha contagiado a muchos aspirantes a granaderos: por haber preferido una estancia en la cárcel a enrolarse en el ejército y hacerse adicto al olor del napalm por la mañana en la guerra de Vietnam. Aquel muchacho que ya había mostrado su talento a fuerza de nocauts consecutivos, que apoyaba las luchas de los movimientos afroamericanos, que era de la línea de Malcom X, no podía avalar esas batallas en Indochina donde el colonialismo hacía su nido. Era, para el white trash, el chovinismo wasp y el anticomunismo nixoniano, ni más ni menos que el anti Elvis Presley, quien en su momento mansamente se calzó el uniforme y acudió con el pelo encasquetado y resguardo el copete al ritmo de “...el ejército puede hacer conmigo lo que sea”. Lo que incluía, por supuesto, ponerlo a buen resguardo en Alemania, lejos muy lejos de cualquier conflicto armado y cerca, muy cerca, de Priscila Beaulieu, la que más tarde sería la madre de su hija, Lisa Marie, el más preciado objeto de colección para los fans del Rey como Michael Jackson y Nicholas Cage.

Era alucinante ver a alguien como él, digno representante de la negritud, enfrentarse al sistema y al mainstream, al racismo y la segregación, a Nixon y a John Edgar Hoover, de esa manera tan firme y con la misma ferocidad con la que acababa a sus rivales: volando como mariposa y picando como abeja, según sus propias y legendarias palabras, para alterarle los nervios a aquellos que se atrevían a retarlo.

Y ya cuando en una historieta de DC cómics donde Alí, mucho antes de que lo hiciera Batman, se subiera al ring con el mismísimo Superman, perdí todos mis prejuicios contra Alí porque al final él mismo reconocía que el campeón había sido hijo de Kriptón, luego de haber luchado al unísono por la verdad y la justicia.

Lo de Ali, que falleció en medio de la unanimidad y la admiración, tiene un elemento fundamental: su total rechazo a la construcción deliberada de una biografía perfecta. A pesar de haber sido homenajeado por altísimos mandatarios, celebridades, personajes históricos y seres imposibles (de Madonna a Los Beatles, de Prince a George Bush, de Mandela a Obama), y reconocido por gobiernos, instituciones, Alí se regodeaba en sus excesos verbales, en los triunfos que había hecho a fuerza de mucho colmillo y rollo, y no se arrepentía de nada. Ni siquiera de tardarse años y felices días para prender el pebetero de los Juegos Olímpicos de Los Ángeles.

Luego de haber ido más lejos que nadie en un deporte bravo y terrible que vive de la contundencia, del chingadazo y el maltrato superior del cuerpo (¡ah, cómo luchó contra el Parkinson, mal adquirido luego de años de dar y recibir madrazos a cambio de dólares y alientos de la fanaticada!), Ali nos quedó a deber la que hubiera sido la gran batalla de la Guerra Fría: Estados Unidos vs. Cuba, Alí vs. Teófilo Stevenson, aquel gigante cubano que en Juegos olímpicos se había ido invicto, el único verdaderamente capaz de darle al campeón imbatible una batalla digna. Ya retirados, en La Habana, y sin mayores aspiraciones polémicas o ideológicos, protagonizaron unas peleas leves de exhibición.

Tristemente nunca pudo darse, ni Fidel ni el Tío Sam pudieron llegar a un acuerdo. Por eso terminó peleando contra André el Gigante, ese descomunal luchador que algún día fue villano de James Bond.

Por su calidad de testigo muy especial y narrador exquisito pero con temple, Norman Mailer hizo la crónica de la Pelea del siglo en Zaire. Y luego de repasar el texto fabuloso, el autor no solo desvela secretos del box que no tienen ninguna relación con ver más bax, sino que descubre que el pugilismo está muy pero muy cerca del ajedrez.

Muhammad Ali nos deja desamparados. No solo porque siempre nos quedará Kahawagi y Mayweather como representantes de un deporte vomitivamente decadente, con Julio César Chávez cada vez más escandaloso y parecido a una caricatura de sí mismo, sino porque nos estamos quedando sin iconos y sin héroes auténticos. Nos deja a merced de nada ingenuos charlatanes.

“¡Ali, bomayé/ Ali, bomayé/ Ali, bomayé...!”

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