La inminente extinción del sube y baja

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EL ÁNGEL EXTERMINADOR

EL PEZ SOLUBLE

Jordi Soler


De acuerdo con un artículo publicado hace unos días en el periódico The New York Times, ese juego infantil, conocido como sube y baja o balancín, se encuentra en un proceso agudo de extinción. Ya solo quedan dos parques con este juego en la ciudad de Nueva York y, como todo lo que pasa allá se reproduce aquí, seguramente no tardará en llegar la ola anti sube y baja a todos los parques del país. Y no tarda en llegar porque su extinción se debe a la peligrosidad del juego que, con un siglo de retraso, han tenido a bien detectar los expertos.

La verdad es que no hace falta un análisis muy riguroso para notar que ese juego, donde dos niños sin casco alcanzan una altura peligrosa cada segundo y medio, requiere de la reconsideración de los padres del siglo XXI. Yo fui niño en la parte álgida del siglo XX, en la era del peace & love y de las madres que para parir a sus hijos se tomaban un coctel de pastillas, que por supuesto transmitían a su hijo nonato por el cordón umbilical; el coctel tranquilizaba a la madre, que se quedaba fuera de combate, o dentro pero en una galaxia muy remota, y procuraba un alumbramiento groovie al niño, que nacía pidiendo a gritos otra ronda de Valium con Ritalín. Con esa entrada al mundo se comprenderá que a los hijos de esas Janis Joplin que eran nuestras madres, se nos permitiera el uso del peligroso sube y baja cuya metáfora más adelante, porque esa vida fundamentada en el alto riesgo nos seguía conduciendo por senderos suicidas, era el vaso de vodka oso negro, de garrafón de plástico, con naranjada Bonafina, que nos regresaba a ese beatífico estado groovie.

Los sube y bajas de mi pueblo eran de un metal que había ido juntando óxido desde los tiempos de Porfirio Díaz, todavía recuerdo perfectamente el olor de ese metal y las manchas amarillentas que te dejaba el estribo del que había que agarrarse para no salir volando en la subida o en la bajada. A mí me tocaba siempre de colega de sube y baja mi hermano, que pesaba más que yo, así que mi diversión era tratar de hacer fuerza para lograr que él subiera y yo bajara, cosa que lograba solo cuando él se cansaba de tenerme suspendido en las alturas, en el extremo del sube y baja.

La extinción paulatina, y últimamente meteórica, de los sube y bajas en Estados Unidos se debe a la difusión de ciertas averías que sufren los niños, desde caerse al suelo desde el punto más alto del balancín, hasta ese golpe seco en el coxis que se daba uno cuando bajaba demasiado rápido y no daba tiempo de amortiguar el golpe con los pies. A los hijos de Janis Joplin esos golpazos nos dolían, pero sobre todo nos daban risa y, desde luego, a nadie se le ocurría ir a revisarse el coxis para ver si se lo había roto. Si un paleontólogo del futuro, ya entrado el siglo XXII, se encontrara con un montón de esqueletos en, digamos, la zona donde en la antigüedad había estado asentada la colonia Nápoles (CdMx), podría distinguir a los nacidos en el siglo XX, de los nacidos en el XXI, por sus coxis fisurados. O por sus columnas vertebrales machacadas, como tienen algunos viejos usuarios del sube y baja, según han documentado los expertos.

Yo francamente creo que condenar al entrañable sube y baja es otra más de las manifestaciones del neopuritanismo rampante de esta época en la que la seguridad y la salud son los dos vectores de nuestra especie. Los fabricantes de sube y bajas en Estados Unidos tratan de defenderse, presentan evidencias de que el juego se sigue vendiendo e instalando en jardines particulares, y uno de estos fabricantes, el de la compañía SportsPlay, cuenta que recientemente una pareja de setentones le compró varios sube y baja: “¿Son para sus nietos?”, preguntó el fabricante; “no —dijeron ellos— son para una fiesta retro que tenemos con un grupo de contemporáneos”.

Los Moody Blues grabaron, en 1968, una estupenda canción titulada Ride my See-Saw, súbete a mi sube y baja. La canción es, en realidad, una alegoría de ese tremendo sube y baja que es la vida; sin embargo el principio de la canción se ajusta a la sensación de estar sentado ahí, subiendo y bajando sabrosamente: “Móntate en mi sube y baja, agarra un lugar en este viaje que es mío”; y en el siguiente párrafo dice: “Siéntate en mi lugar, es gratis”. Los Moody Blues nos ofrecen varias claves en estas breves líneas: el sube y baja es un juego que se comparte, necesita de la complicidad, y el entusiasmo, del otro; el conjunto de ascensiones y descensos, que puede durar un minuto o media hora, es, efectivamente, un viaje: uno se mueve y cambia constantemente de posición en el espacio y, por último, es gratis (si está en un parque, o en jardín de un colega cuyo padre pagó por él, claro).

Haciendo bien las cuentas y pensando en esa experiencia, la de estar con un amigo subiendo y bajando, tirando carcajadas al aire con el viento en la cara, quizá concluiríamos que a cambio de aquellos ratos de felicidad expansiva, bien vale andar por la vida con el coxis fisurado.

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