La fábula del tiburón y de la almeja

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EL ÁNGEL EXTERMINADOR

EL PEZ SOLUBLE

Jordi Soler


Los tiburones son bestias con un prestigio ambivalente. Cuando se dice de alguien que es un tiburón, lo primero que se ve venir es un depredador, una persona que arrasa con cualquier obstáculo con tal de conseguir su objetivo, como hace el tiburón para zamparse un cardumen de sardinas. Pero también tiene el tiburón un lado positivo (si concedemos que ser depredador es negativo): su fuerza, su atractiva soledad e incluso su sobria elegancia. Al tiburón le basta un discreto coletazo para avanzar de golpe veinte metros y una mustia tarascada para arráncarle la cabeza a un cebú. Si alguien te dice: “eres un tiburón”, antes de congratularte, o de tirarle los dientes de un guantazo, hay que sentarse a pensar qué es lo que nos quiso decir.

La palabra tiburón nos lleva directamente a Jaws, la película de Spielberg, ese drama playero, entre familiar y gore, con un tiburón de policloruro de vinilo (PVC) que, a pesar de su aspecto altamente plasticoso, sembró el miedo al mar en toda una generación. Después de esa película el fondo marino se convirtió, en la imaginación popular, en un campo minado; súbitamente se acabaron los tonificantes desplazamientos con el agua hasta la barriga, el dejarse revolcar por el lúdico vaivén de las olas y el flotar de muertito sin rumbo definido; para los damnificados por la película de Spielberg basta el roce de un alga en la pantorrilla para salir corriendo, y en estado de pánico, de las aguas del Golfo de México.

Porque meterse solo un poquito no es garantía de nada, como lo prueba esa historia, o bulo ¿qué más da?, del hombre que estaba sentado en la playa de Mocambo, con el agüita hasta el ombligo, y de pronto sintió un vacío de rodillas para abajo, una inexplicable ausencia por los linderos del peroné, y en lo que trataba de entender a qué se debía ese frío mortal que empezaba a subirle, como una hiedra, por los muslos, vio un tiburón alejarse, meneando pomposamente su tremenda cabezota, y cuál no sería su sorpresa al reparar en que de sus enormes fauces sobresalía un pie con una chancleta havaiana todavía puesta ¡que era la suya! Lo demás fue sumar dos más dos y dejarse ayudar por la gente que se lo llevaba a la Cruz Roja.

Como si el tiburón no fuera ya bastante desasosegante, la revista Science acaba de publicar la noticia, con sus evidencias científicas y fotográficas, de que el tiburón de Groenlandia es el animal vertebrado más longevo de la Tierra. Lo de las vértebras es importante porque existe otro ser vivo, más longevo todavía, que es la almeja Ming, cuyo espécimen más anciano acaba de cumplir 507 años. ¿Para qué necesita una almeja vivir 507 años?, ¿qué clase de misión le habrá encargado la madre naturaleza? Tomemos en cuenta que cuando esta almeja era una niña pequeña Hernán Cortés todavía no conquistaba México.

Sin el ánimo de faltarle al respeto a la revista Science, y a su equipo de científicos, aventuro la teoría de que cualquier organismo vivo, nosotros incluidos, que observe la vida plácida y relajada que lleva la almeja Ming, vivirá, como mínimo, 507 años.

Sin embargo el segundo ser vivo más longevo de la Tierra es el tiburón de Groenlandia, una bestia que, a juzgar por el pie con chancleta havaiana que agitaba locamente su primo en Veracruz, no lleva precisamente una vida plácida y relajada, sino una estresante existencia de depredador. De acuerdo con las revelaciones de la revista Science, el tiburón de Groenlandia llega a vivir alrededor de cuatrocientos años gracias a una combinación de la temperatura gélida del agua, de la extremada lentitud con la que crece y se desarrolla y de la consistencia blandengue de su cuerpo en general. A diferencia del resto de los tiburones, que son normalmente fibrosos, el de Groenlandia es un individuo más bien fofo. En su vida distendida este tiburón abandona la infancia a los 150 años de edad, crece un centímetro por año y llega a medir, en su edad adulta, entre cuatro y seis metros de largo. Los ejemplares que fueron objeto de la investigación que acaba de publicar la prestigiosa revista, ya nadaban por las aguas de Groenlandia cuando Shakespeare y Cervantes retocaban sus últimas páginas.

Este tiburón es tan blando que los científicos tuvieron dificultades para calcular su edad, que suele concentrarse en las zonas duras del cuerpo, hasta que después de mucho buscar dieron con una zona dura que estaba en los ojos, lo cual nos lleva a pensar que los ojos es la parte del cuerpo que más ejercita este tiburón, porque el resto está reblandecido por sus rutinas: nada muy lentamente, no fuerza nunca su musculatura, es una criatura básicamente reposada. Quizá el tiburón de Groenlandia no vive tanto como la almeja Ming porque el esfuerzo de estar moviendo continuamente los ojos le resta años de vida.

La moraleja de esta fábula de la vida real es cristalina: si quieres vivir tanto como el tiburón de Groenlandia procura mantenerte blandengue y fofo, y si quieres vivir todavía más, aprende de la almeja Ming su babosa catatonia.

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